Nos acercamos a la oración
probablemente llenos de tribulaciones, de ese ruido interior que el mundo
externo nos trasmite. La experiencia nos ha enseñado una y otra vez que el
amigo con el que nos vamos a encontrar, es “Aquel al que los vientos y el mar obedecen”, esperamos
de una forma más o menos consciente la dádiva de la paz. Esa serenidad que nos
da el don de discernir lo verdaderamente importante de lo accesorio.
De la primera lectura seleccionamos
esta frase: “Te doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y
anda”. ¡Qué bellas
palabras para decírnoslas a nosotros mismos y a los que nos rodean!
Aquel lisiado vivió años y años
esperando que alguien le diera una limosna, que alguien se fijara en él y le
diera algo de lo que le sobra. Aquel día se encontró con los discípulos de
Jesús, que mirándole le curaron y le hicieron sentir que era persona, objeto de
amor de un Dios que murió en la cruz por él.
Estamos en un mundo en el que es muy
difícil escuchar:¡qué bien se está aquí! Algunos
pensadores han expresado que estamos en una cultura sin “calor de hogar”. Vemos
diariamente en la tele el drama de los refugiados y nuestros políticos discuten
por el número, olvidando a las personas concretas. San Juan Pablo II al fundar
el Pontificio Consejo para la Cultura pone el énfasis en “salvar al hombre”. Es
un mundo muchas veces sin esperanza, que necesita experimentar la resurrección.
El Papa Francisco dijo un día: los
lamentos hacen daño al corazón. No sólo aquellos contra los demás, «sino
también aquellos contra nosotros mismos, cuando todo se nos presenta amargo».
Centrándose en el episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24,
13-35), habló del desfallecimiento de estos por la muerte del Maestro. En su
corazón pensaban: «Nosotros habíamos tenido tanta esperanza, pero todo
fracasó»; «pienso muchas veces —reflexionó el Santo Padre— que igualmente
nosotros, cuando suceden cosas difíciles, también cuando nos visita la Cruz,
corremos este peligro de encerrarnos en los lamentos». Sin embargo, en ese
momento el Señor «está cerca de nosotros, pero no le reconocemos. Camina con
nosotros, pero no le reconocemos. Incluso nos habla, pero no le oímos». E
invitó: «Estemos seguros de que el Señor nunca nos abandona: siempre está con
nosotros, también en el momento difícil. Y no busquemos refugio en los
lamentos: nos hacen daño al corazón».
Aquellos discípulos estaban tristes
porque no se habían cumplido sus expectativas. La frase clave de este pasaje
es: “Nosotros esperábamos”, venimos a interpretarla como que ellos se habían
forjado su propia idea de la salvación, seguramente no habían dejado un hueco
para la Cruz. Cuando se conoce a Jesús, se comprende que hay que seguirle, pero
entendemos que debe hacerse como nosotros creemos y esperamos. Cuando Él nos
enseña su camino y no coincide con el nuestro, entonces muchas veces viene la
decepción.
Jesús se acerca a ellos y les explica
las escrituras, se las explica desde el punto de vista de Dios, les evangeliza.
He leído en algunos autores de espiritualidad, que un discípulo del Señor
siempre necesita una segunda conversión.
“Y
empezó a arder su corazón”. Ahora,
empiezan a “caerse del caballo” y brota la súplica: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. Digámosle
mañana una y otra vez al Señor esta frase.
Finalmente ellos le reconocen “al partir el pan”. Es
la Eucaristía la cumbre de nuestra intimidad con Jesús. Aquellos discípulos
sentirán que no pueden quedarse para ellos lo que les da Jesucristo, entonces
volverán con la comunidad fraterna y llenos de Espíritu Santo se encontrarán
con lisiados a los que mirándoles a los ojos les dirán: “Te
doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y anda”. Ahora, predicarán el evangelio del Maestro y no el que
ellos se habían confeccionado.