30 marzo 2016. Miércoles de la Octava de Pascua – Puntos de oración

Nos acercamos a la oración probablemente llenos de tribulaciones, de ese ruido interior que el mundo externo nos trasmite. La experiencia nos ha enseñado una y otra vez que el amigo con el que nos vamos a encontrar, es “Aquel al que los vientos y el mar obedecen”, esperamos de una forma más o menos consciente la dádiva de la paz. Esa serenidad que nos da el don de discernir lo verdaderamente importante de lo accesorio.
De la primera lectura seleccionamos esta frase: Te doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y anda”.  ¡Qué bellas palabras para decírnoslas a nosotros mismos y a los que nos rodean!
Aquel lisiado vivió años y años esperando que alguien le diera una limosna, que alguien se fijara en él y le diera algo de lo que le sobra. Aquel día se encontró con los discípulos de Jesús, que mirándole le curaron y le hicieron sentir que era persona, objeto de amor de un Dios que murió en la cruz por él.
Estamos en un mundo en el que es muy difícil escuchar:¡qué bien se está aquí! Algunos pensadores han expresado que estamos en una cultura sin “calor de hogar”. Vemos diariamente en la tele el drama de los refugiados y nuestros políticos discuten por el número, olvidando a las personas concretas. San Juan Pablo II al fundar el Pontificio Consejo para la Cultura pone el énfasis en “salvar al hombre”. Es un mundo muchas veces sin esperanza, que necesita experimentar la resurrección.
El Papa Francisco dijo un día: los lamentos hacen daño al corazón. No sólo aquellos contra los demás, «sino también aquellos contra nosotros mismos, cuando todo se nos presenta amargo». Centrándose en el episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), habló del desfallecimiento de estos por la muerte del Maestro. En su corazón pensaban: «Nosotros habíamos tenido tanta esperanza, pero todo fracasó»; «pienso muchas veces —reflexionó el Santo Padre— que igualmente nosotros, cuando suceden cosas difíciles, también cuando nos visita la Cruz, corremos este peligro de encerrarnos en los lamentos». Sin embargo, en ese momento el Señor «está cerca de nosotros, pero no le reconocemos. Camina con nosotros, pero no le reconocemos. Incluso nos habla, pero no le oímos». E invitó: «Estemos seguros de que el Señor nunca nos abandona: siempre está con nosotros, también en el momento difícil. Y no busquemos refugio en los lamentos: nos hacen daño al corazón».
Aquellos discípulos estaban tristes porque no se habían cumplido sus expectativas. La frase clave de este pasaje es: “Nosotros esperábamos”, venimos a interpretarla como  que ellos se habían forjado su propia idea de la salvación, seguramente no habían dejado un hueco para la Cruz. Cuando se conoce a Jesús, se comprende que hay que seguirle, pero entendemos que debe hacerse como nosotros creemos y esperamos. Cuando Él nos enseña su camino y no coincide con el nuestro, entonces muchas veces viene la decepción.
Jesús se acerca a ellos y les explica las escrituras, se las explica desde el punto de vista de Dios, les evangeliza. He leído en algunos autores de espiritualidad, que un discípulo del Señor siempre necesita una segunda conversión.
Y empezó a arder su corazón”. Ahora, empiezan a “caerse del caballo” y brota la súplica: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. Digámosle mañana una y otra vez al Señor esta frase.

Finalmente ellos le reconocen “al partir el pan”. Es la Eucaristía la cumbre de nuestra intimidad con Jesús. Aquellos discípulos sentirán que no pueden quedarse para ellos lo que les da Jesucristo, entonces volverán con la comunidad fraterna y llenos de Espíritu Santo se encontrarán con lisiados a los que mirándoles a los ojos les dirán: Te doy lo que tengo: en nombre de Jesús, levántate y anda”. Ahora, predicarán el evangelio del Maestro y no el que ellos se habían confeccionado.

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