El otro día le preguntaba a un militante: “¿de qué queréis que os
hable en los puntos de oración? Dime una idea; un tema sobre el que estéis
pensando”. Al día siguiente me dijo: “Pues una idea sería la de que los cristianos tenemos la
responsabilidad de contagiar de ilusión y esperanza a este mundo apagado, ya
que conocemos la fuente de la esperanza.”
¡Pues ya
tenemos una buena tarea, y no hay tiempo que perder! Nos encontramos dentro de
un mundo apagado que se está olvidando de Dios y nos influye a nuestra vida, y
a veces nos cuesta distinguir. Pero nosotros hemos conocido la luz, una luz que
ilumina un trozo de nuestro camino; hay que pedirle continuamente nueva luz al
Señor, para no tropezar; por eso hacemos nuestro rato de oración diaria en
silencio, para escuchar Su voz en nuestro corazón, y aunque no siempre sepamos
traducir lo que nos dice, nos está dando fuerzas. Esa fuerza nos hace mantener
nuestra esperanza e ilusionarnos vertiéndola en los que nos rodean. Dicen: “ése
siempre está alegre”; es que su vida es orante.
¿Y qué nos
hace dejar de ver la luz y apagarnos por momentos? Está claro que es el pecado el que nos aparta de
Dios.
Hoy podemos
contemplar cómo nos adentramos en un camino oscuro cuando pecamos; un camino
atractivo, quizás por la fantasioso o diferente que tiene, pero que pareciendo
paralelo al camino que lleva a la meta, se acaba convirtiendo en perpendicular,
alejándose de Dios; al ser resbaladizo nos hace tropezar con las zarzas y
caídos en la oscuridad de la niebla nos cuesta ver hacia dónde estaría la luz.
Pero Dios nos hace señas dejando un rayo de luz justo en el hueco entre ramas
frondosas y, sucios de barro, conseguimos volver a Él, y, “un corazón humillado
y quebrantado, Él no lo desprecia”. Limpios y alegres, seguimos adelante; pero
hay que tener cuidado de no confiarse demasiado y pensar: “Ya voy por el camino
correcto, no me perderé”. ¡Cuidado que vienen bifurcaciones en el camino! Y hay
que tomar una decisión, y para ello hay que pensar y discernir cuál es la
correcta, la que le agrada a Dios porque sabe que es la que más nos conviene, y
así escoger libremente el bien.
Comparto
otra imagen que me venía en un día de oración, también sobre el pecado y la
confesión: “Estamos solos Dios y yo; delante empieza un puente; el puente de la
vida; hay que llegar al otro lado, donde comienza la vida eterna. No se ve el
final del puente. Comenzamos a andar, yo cogido de su mano; hay océano a ambos
lados, pero el puente es alto y parece seguro; me suelto de su mano, avanzo,
retrocedo, miro el mar, y le miro a Él, alegre de la belleza del agua. Me da
indicaciones, “más a la derecha, más a la izquierda, cuidado, más cerca de mí,
puede haber peligros”... Llega un momento en que confío tanto en mí mismo y el
mar es tan fascinante que me acerco a la barandilla, no Le oigo; ¡cada ola que
viene es aún más bonita! Empiezan a mojar el puente y a pasar de un lado a
otro; la belleza del mundo se convierte peligrosa, y por una parte, eso me
atrae; Le miro, veo su cara de preocupación, quiero volver, pero me tiene
anonadado una ola preciosa; de repente, me tira al mar. Perdido. Pero su mano
me coge, me devuelve al puente y me seca. Olvidado todo, seguimos andando. El
espectáculo de la vida es increíble; cada ola es diferente y todas tienen tanta
inmensidad que parecen las más grandes; unido a su mano, las vivo cada una en
el momento presente; ya sé que no debo acercarme a la barandilla, pero me
suelto de nuevo de su mano, aun estando muy cerca de Él, y las olas me quieren
llevar a su terreno; yo mareado, y Él me coge a tiempo. Y espero algún día
aprender a no soltarme de Su mano, que es como más a gusto estoy. Ahora hay más
personas en el puente, y agarrado a Él, debo interactuar con ellas.”
Esta
interactuación es la responsabilidad que decíamos en el primer párrafo; no
podemos dejar que estas personas que vemos se caigan del puente y no se salven.
Tenemos que agarrarlas con una mano, porque si soltamos la otra mano, nos
llevará el mar a los dos. El agua da la vida, por eso se debe mojar el puente,
pero sin el puente esa misma agua nos ahoga y da la muerte.
¿Y cómo me
toca a mí contagiar esta luz que yo veo? ¿Dónde puedo ofrecer, estar alegre,
transparentar la Luz? ¿Estáis entusiasmados por iluminar cada rincón por el que
paséis? Creo que cada vez que nos confesamos como el hijo menor del que nos
habla hoy el Evangelio, ese hijo que vuelve de tierras lejanas, perdidas y
peligrosas. Y es posible que nos preguntemos a la vuelta a la casa del Padre,
cuando aún estamos lejos pero nos hemos dado cuenta de nuestros pecados: “¿Cómo
voy yo a iluminar hoy a los que me rodean si no me queda nada de luz? Tengo que
esperar a estar en gracia”. Pues no; estemos en el momento en que estemos, todo
el bien que podamos hacer, hagámoslo; con nuestra mini luz que ilumina un
centímetro, alumbremos; Dios aprovecha cada detalle; incluso esa situación nos
puede ayudar para encontrar mejor la luz.
Delante va
caminando María. Madre, Ayúdanos; siguiendo tus pasos hacia Cristo, no nos
perderemos; ruega por nosotros, pecadores.