Entre las lecturas litúrgicas de la Misa
de hoy, la Iglesia nos ofrece el salmo 1. De él leemos en los Santos Padres
elogios como los siguientes:
“¿Qué mejor comienzo del salterio que
esta profecía y alabanza del hombre perfecto en su relación con el Señor?”
(Orígenes). “El salmo primero es la base que sustenta el entero edificio del
salterio” (Basilio). “Magnífico salmo para empezar el salterio: expresa la
esperanza de la felicidad, la amenaza del juicio, la promesa de incorporación
al misterio de Dios” (Hipólito) “Todo hombre desea la felicidad. Por eso el
salmo primero describe al que es realmente feliz” (Eusebio).
Los salmos, como parte integrante de la
Sagrada Biblia, de la Revelación son, como nos dice san Pablo “palabra de Dios
viva y eficaz, y más penetrante que espada de doble filo” (Hb 4, 12). Por ello,
pueden y deben ayudarnos en nuestra oración. De ahí que nos recomiende san
Agustín: “Si el salmo ora, orad; si gime, gemid... Todo lo que ahí se escribe
es espejo que nos refleja” (Enarrationes in Psalmos, XXXIII, 1).
Por ello, una forma de orar los salmos
es repetir una y otra vez, pausada, cadenciosamente, el estribillo que forma
parte del salmo. El de hoy, “dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el
Señor”. Oración de repetición, que como mansa lluvia irá realizando en el alma
lo que el Señor pone en boca del profeta: “Como desciende de los cielos la
lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace
germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será
la palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi
deseo, y llevará a cargo mi encargo” (Is 55, 10).
Tengamos el convencimiento de que el que
ora pronunciando un salmo, alcanza realmente al Dios verdadero, lo adora
espiritualmente y de verdad. Empieza a sentir lo que no sentía, cobra sinceridad
lo que era fórmula, crece y se afirma lo que apuntaba.
El creyente que reza un salmo no
representa a otro, sino que entrega su persona a la oración. Hace suyas las
palabras del salmo sujetándose a ellas. Sin fingimiento ni ficción, revive una
experiencia vicaria mediada por el salmo y después la expresa sincera y
válidamente con las palabras del salmo. Se identifica, no con el autor del
salmo, sino con el orante. El orante es ahora él.
“Dichoso el hombre que ha puesto su
confianza en el Señor”.