En este día previo a la gran solemnidad
de Todos los Santos, podemos orientar nuestra mirada y pensamiento hacia la
santidad: Verla y “gustarla” como la meta de nuestra vida.
Y podemos hacerla de un modo sencillo y
muy ignaciano: Repitiendo y saboreando en la oración la petición preparatoria que
nos propone San Ignacio para el inicio de todas las meditaciones y
contemplaciones. Ojalá nos acostumbremos y la aprendamos de memoria y con ella
iniciemos no sólo la oración sino los actos principales de cada día.
La oración es esta: “Pedir gracia a Dios
nuestro Señor para que todos mis intenciones, acciones y operaciones se ordenen
puramente al servicio y alabanza de su divina majestad”.
En realidad, esta petición (que cada uno
la puede resumir o actualizar a su lenguaje y sensibilidad) es una manera resumida
del “Tomad y recibid” de la contemplación para alcanzar amor, que termina con “dadme
vuestro amor y gracia que ésta me basta”. Pues si nos fijamos un poco, nos
damos cuenta de que recibir el amor y la gracia de Dios es lo mayor que podemos
recibir: Recibir y “hacer propia” la misma vida de Dios, hacer mío a Dios.
Y esto en realidad es lo que pedimos en
la oración preparatoria, pues a Dios le pedimos que Él nos encuentre siempre
completamente abiertos a su acción y donación de amor: Que todo lo que soy,
hago, siento y deseo (intenciones, acciones y operaciones) esté orientado
directamente a que Dios reine en mí. Como esta apertura sin condiciones a Dios
en mi corazón y en mi vida es imposible que la consiga yo solo, se lo pido a
Jesús que me lo consiga, que me lo regale.
En suma, hoy nuestra oración puede
consistir en recitar pausadamente la oración preparatoria y en ir abriendo mi
ser, mi hacer, mi sentir y mi desear al Ser, al Hacer y al Desear de Dios en
mí.
Dadas las últimas noticias del proceso
de beatificación, podemos tener muy presente al Padre Morales, quien nos
injertó en la espiritualidad ignaciana y nos mostró en su vida que la santidad
más que hacer es dejarse hacer por Dios, y con su palabra nos enseñó el
abandono a la Voluntad de Dios, a pedir como un mendigo la gracia de Dios y a
refugiarnos con confianza en el Corazón de la Virgen.