Acudimos con gozo al encuentro con el
Señor. Cuando tenemos una cita, sobre todo si está marcada por la amistad o el
afecto, nuestro espíritu se alegra, nos arreglamos y acudimos con alegría al
encuentro de la otra persona. Así debe ser nuestra disposición para este encuentro
diario con el Señor.
Él te está esperando. Sale cada mañana a
ver tu retorno desde lejos, como el padre de la parábola. Cuando estemos en su
presencia, le pediremos: Señor, que todas mis intenciones, acciones y
operaciones sean puramente ordenadas en tu servicio y alabanza. Quizás el
abrazo que sentiremos cortarán nuestro discurso por la mitad, y ya estará dicho
todo. Sobrarán las palabras y solamente quedará el afecto y un corazón
conmovido y agradecido. Pero si el corazón se resiste podemos meditar la escena
del evangelio de hoy.
Una escena que confirma la profecía del
salmo: "Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su
santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los
enriquece. Bendito el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra
salvación. Nuestro Dios es un Dios que salva, el Señor Dios nos hace escapar de
la muerte".
Sí, Jesús encarna estas palabras del
salmo 67: Nuestro Dios es un Dios que salva. Así lo experimentó
aquella mujer que acudió a Él y que fue liberada de su carga. No sabemos si se
acercó a Jesús buscando ser curada o simplemente estaba en la sinagoga cuando
Jesús enseñaba. Lo importante es que Jesús la miró y la liberó de su carga. Eso
es lo que me pasa cada día cuando me acerco a la oración, a la Eucaristía o al
sacramento de la Reconciliación. Jesús me mira con amor y me libera de la carga
de mis pecados.
Terminar nuestra oración dando gracias.
Quizás la oración que mejor expresa es la que nos ha dejado la Virgen en el
Magníficat: "su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación".