Creo que en un día como hoy,
Viernes Santo, nos debería bastar con la lectura de los textos de la
celebración de la Pasión del Señor, pues todo comentario estaría más que
sobrante...; pero Dios quiere que digamos algo, y que lo hagamos con la mayor
delicadeza y ternura posible…
Comienzo por preguntarte: ¿Qué
lugar ocupa el Crucifijo en tu vida? ¿Está presente en tu habitación, sea
colgado en la pared…, o lo tienes sobre la mesa de tu escritorio…? Quizás va
sobre tu pecho, sin que nadie se dé cuenta, salvo tú que lo sientes y lo besas
en ciertos momentos del día o de la noche…
Toda la vida del Señor es santa,
pero su Pasión no es que sea santa, es santísima..., pues después de XX siglos
seguimos viviendo de ella, y recibiendo la salvación…
Mientras preparaba estas ideas,
hoy Lunes Santo, me acordaba de unas palabras que la Iglesia nos presenta en
este día en el Oficio de Lecturas…, tomadas de S. Agustín, y que podrían ser el
mejor comentario a estos puntos de oración... Permitirme que las reseñe para
que oremos con ellas…
“La pasión de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo es origen de nuestra esperanza en la gloria y nos enseña a
sufrir.
En efecto, ¿qué hay que no puedan
esperar de la bondad divina los corazones de los fieles, si por ellos el Hijo
único de Dios, eterno como el Padre, tuvo en poco el hacerse hombre, naciendo
del linaje humano, y quiso además morir de manos de los hombres, que él había
creado?
Mucho es lo que Dios nos promete;
pero es mucho más lo que recordamos que ha hecho ya por nosotros.
¿Dónde estábamos o qué éramos,
cuando Cristo murió por nosotros, pecadores? ¿Quién dudará que el Señor ha de
dar la vida a sus santos, siendo así que les dio su misma muerte? ¿Por qué
vacila la fragilidad humana en creer que los hombres vivirán con Dios en el
futuro?
Mucho más increíble es lo que ha
sido ya realizado: que Dios ha muerto por los hombres.
¿Quién es, en efecto, Cristo,
sino aquella Palabra que existía al comienzo de las cosas, que estaba con Dios
y que era Dios?
Esta Palabra de Dios se hizo
carne y puso su morada entre nosotros. Es que, si no hubiese tomado de nosotros
carne mortal, no hubiera podido morir por nosotros. De este modo el que era
inmortal pudo morir, de este modo quiso darnos la vida a nosotros, los
mortales; y ello para hacernos partícipes de su ser, después de haberse hecho
él partícipe del nuestro. Pues, del mismo modo que no había en nosotros
principio de vida, así no había en él principio de muerte. Admirable
intercambio, pues, el que realizó con esta recíproca participación: de nosotros
asumió la mortalidad, de él recibimos la vida.
Por tanto, no sólo no debemos
avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino, al contrario, debemos
poner en ella toda nuestra confianza y toda nuestra gloria, ya que al tomar de
nosotros la mortalidad, cual la encontró en nosotros, nos ofreció la máxima
garantía de que nos daría la vida, que no podemos tener por nosotros mismos.
Pues quien tanto nos amó, hasta el grado de sufrir el castigo que merecían
nuestros pecados, siendo él mismo inocente, ¿cómo va ahora a negarnos, él, que
nos ha justificado, lo que con esa justificación nos ha merecido? ¿Cómo no va a
dar el que es veraz en sus promesas el premio a sus santos, él, que, sin culpa
alguna, soportó el castigo de los pecadores?
Así pues, hermanos, reconozcamos animosamente, mejor aún, proclamemos que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo no con temor sino con gozo, no con vergüenza sino con orgullo. (De los Sermones de san Agustín, obispo (Sermón Güelferbitano 3: PLS 2, 545-546).