Las lecturas de
estos días parece que siguen una misma dirección. Todas de una manera o de otra
hablan de salir y de lo que puede pasar en el camino. Salir es siempre
arriesgado. El que sale se tiene que enfrentar a lo desconocido y eso siempre
nos resulta difícil. Preferimos atenernos a lo conocido, al ámbito en el que
nos sentimos seguros y a salvo.
A veces las circunstancias de la
vida nos empujan a salir de nuestro ámbito de seguridad, de nuestra casa. Es el
caso de Agar y su hijo. Abraham se ve forzado, aunque eso no le exime de culpa,
de su casa por los celos de Sara que quiere asegurar el futuro de su hijo:
pretende que sea el único heredero. Situados en la perspectiva del Reino, quizá
debamos pensar que se perdió en aquel momento una magnífica oportunidad para
que los pueblos viviesen unidos. Quizá si Agar se hubiese quedado en la casa de
Abraham con su hijo, que convivía normalmente con el hijo de Sara, hoy serían
diferentes las relaciones entre los israelitas y los árabes. Quizá. Porque son
dos pueblos que son hermanos (¡qué pueblos no son hermanos si partimos de la
base que todos somos hijos de Dios!).
Pero eso es hacer política
ficción. Lo cierto es que Agar se ve empujada al desierto con el agua justa
para sobrevivir. Llega a una situación de desespero. Pero, como dice el refrán:
“Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana.” En el mismo desierto en el
que pensaba morir, se encuentra con un poco que le da la vida. Dios no deja que
mueran ni ella ni el niño. En el camino ha encontrado la esperanza. Lo
desconocido se torna amigable para ella. Se ha encontrado con el Dios de la
vida donde ella esperaba ya sentada la muerte.
Claro que no siempre nos gusta que nos saquen de nuestra seguridad. Los gerasenos vivían muy tranquilos. Sus endemoniados eran un problema, pero lo tenían localizado al haberlos encadenado en el cementerio. Los gerasenos vivían tranquilos. No habían pensado que, para Jesús, el enviado de Dios, la salud, la vida, de aquellos endemoniados era más importante que todos los cerdos del pueblo. Quizá fuera posible que los gerasenos deseasen verse libres de los endemoniados. Pero no al precio de perder su riqueza, su comodidad, su seguridad. Era preferible que aquellos hombres sufriesen si ése era el precio a pagar por vivir bien. Lo que hace Jesús no les gusta. Por eso, le echan del país. Sin contemplaciones. Sería interesante examinar en qué zonas de nuestra vida no queremos que entre Jesús porque, aunque un poco endemoniados, preferimos no movernos de donde estamos.