Si bien el pasaje evangélico de hoy se centra en la curación de un mudo, tanto la primera lectura como el salmo responsorial hacen referencia a la escucha de la voz de Dios. Puede extrañar esta aparente falta de conexión, pero no lo es tal para el alma que sabe profundizar en la oración.
Recordemos un pasaje semejante, el narrado por Marcos en su capítulo 7, versículos 31 a 37. En él se muestra a Cristo curando a un sordomudo. Toca sus oídos, y a la voz imperativa: “Ábrete”, recupera la audición y comienza a hablar. A la audición le sigue de inmediato la capacidad de hablar. En el tiempo de Jesús se consideraba que los sordomudos, no pudiendo oír la ley, no podrían cumplirla y, no pudiendo hablar, no podían alabar a Dios. Un enfermo así era visto como un muerto en cuanto a la fe, por no haber podido recibir el alimento de la palabra divina. Su boca le sirve para comer pan, pero no sólo de pan vive el hombre.
Jesús, en la persona del sordomudo, abre los oídos de sus discípulos y de todos nosotros para que escuchemos y entendamos, y desata nuestra lengua para que le alabemos y anunciemos lo que hemos visto y oído. La curación del sordomudo se convierte en símbolo del milagro de la fe.
La curación supone para el afectado una especie de resurrección, un nacer de nuevo al mundo de los hombres y sus relaciones. Queda abierto a la palabra divina y recibe posibilidad de responder a ella. Ha sido abierto por la palabra de Dios y esto le permite una relación nueva que los demás no dejan de notar. Podría decirse que quien se cierra en sí o en su pequeño círculo no ha oído la palabra del reino.
El mudo, como cada uno de nosotros, podría exclamar con el poeta:
Quise ser voz y me he quedado mudo.
Quería ser canción y soy gemido.
Aspiraba a ser grito enardecido
y soy en soledad silencio desnudo.
Se desliza el vivir, bajo la aguda
presión de mi silencio dolorido.
A mi ronco gemir, a mi latido
no hay respuesta, ni réplica ni ayuda.
Y sin embargo estoy, y voy y vengo.
Y en la inmensa armonía de los mundos
algún valor tendré, que triste ignoro.
Poco soy. Nada valgo. Nada tengo.
Pero hay en mí un amor firme y profundo,
que grita cuando rezo y cuando lloro.