En la primera lectura vemos cómo el profeta Jeremías se ha convertido en la burla de la gente, de sus mismos compatriotas. Pero este sufrimiento, lejos de desalentarle, le da más fuerza y le abre al trato con Dios. En la dura prueba de la soledad y la condena, siendo inocente, se mantiene fiel y esperanzado en el Señor que no se olvida de los pobres. Jeremías está convencido de que lucha al lado del más fuerte. El lamento está cargado de confianza y pide que triunfe la causa de Dios. La confianza en la victoria es origen de su oración e invita a la alabanza porque está seguro del triunfo de Dios. El profeta, porque espera, anticipa la acción de gracias.
Todo esto nos anima a que nuestra respuesta en situaciones similares o análogas -salvando las distancias, entiéndase- debe ser desde una actitud de fe que nos conduzca a la alabanza de Dios.
Recitar pausadamente el salmo responsorial, en relación con lo que hemos indicado previamente: “en el peligro invoqué al Señor y me escuchó”. Repasar nuestra vida desde esta acción de gracias. Escribía Chesterton: “cuando éramos niños, agradecíamos a aquellos que llenaban nuestros calcetines de regalos en Navidad. ¿Por qué no somos agradecidos con Dios por llenarlos siempre con nuestras piernas?”
En el Evangelio de hoy leemos esta escena que sucede en Jerusalén, en los días en que se celebraba la fiesta de la Dedicación. La escena tiene lugar cuando Jesús se paseaba en el Templo, por el llamado pórtico de Salomón. En este escenario, un día de la fiesta de la Dedicación, los judíos lo rodean y lo estrechan para forzarle a una respuesta.
La respuesta de Jesús es que ya se lo dijo repetidas veces: que sus obras, hechas en nombre del Padre, dan, por lo mismo, testimonio de Él. Jesús les hace ver muchas obras buenas que vienen del Padre y les pregunta por cuál de ellas le quieren apedrear. Y el argumento que Jesús va a esgrimir contra ellos es éste: la Escritura no puede ser anulada, si llama dioses a unos hombres por participar un simple poder judicial, no puede ser blasfemia que Él, a quien el Padre consagró y envió al mundo, y la prueba de lo que dice son los milagros, diga que es Hijo de Dios. Los milagros de Jesús eran tan evidentes, que aquí mismo los alega como testimonios inexcusables; precisamente los milagros fueron lo que hizo creer en Él a Nicodemo y a otros grupos de fariseos. Más que un simple juez -Dios- era el que el Padre envió al mundo como su Mesías, y que, proclamándose el Hijo de Dios, lo rubricaba apologéticamente con milagros. Por eso alega esto, como en otras ocasiones, en el mismo evangelio de San Juan, “para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. Si Dios estaba jurídicamente presente en los jueces, tenía que estarlo realmente en el que se decía su Hijo.
Jesús luego les dice: “creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”.
Este evangelio, nuevamente nos hace ver cómo los judíos eran sumamente reacios a creer en la divinidad de Jesús, a pesar de lo que oían y veían. Así es como Jesús les argumenta con buenas razones, las que son visibles y fáciles de entender. A los judíos no le faltaban motivos para conocer la verdad, sólo necesitaban fijarse en los milagros que hacia Jesús, pero ellos eran gentes de corazón duro y se mostraban duros para recibir la verdad. Por eso esto judíos, molestos, al no poder replicar a Jesús, se enfurecen y quieren apedrearlo.
Hoy día, nos encontramos también con muchos enemigos de Jesús, y al no tener argumentos que oponer, persiguen sus enseñanzas. Así es como día a día, la Iglesia recibe ataques. Esto, lejos de separarnos de Dios, debe unirnos aún más a Él. En la adversidad, es cuando se demuestra si actuamos por amor a Dios. Por comprender todo esto, Gracias Señor.
Oración Final: “Santa Madre de Dios, María, danos un corazón sencillo, sincero, y que -como el tuyo- busque amar a Dios y a los demás, para mejor servir a Cristo en su Iglesia ". Amén.