27 mayo 2010, Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote – Puntos de oración

Hoy, la liturgia nos invita a adentrarnos en el maravilloso corazón sacerdotal de Cristo. Dentro de pocos días, la liturgia nos llevará de nuevo al Corazón de Jesús. Hoy admiramos su corazón de pastor y salvador, que se deshace por su rebaño, al que no abandonará nunca. Un corazón que manifiesta “ansia” por los suyos, por nosotros: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15).

Este corazón de sacerdote y pastor manifiesta sus sentimientos, especialmente, en la institución de la Eucaristía. Comienza la Última Cena en la que el Señor va a instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, misterio de fe y de amor. San Juan sintetiza con una frase los sentimientos que dominaban el alma de Jesús en aquel entrañable momento: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora (...), como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1).

¡Hasta el fin!, ¡hasta el extremo! Una solicitud que le conduce a darlo todo a todos para permanecer siempre al lado de todos. Su amor no se limita a los Apóstoles, sino que piensa en todos los hombres. La Eucaristía será el instrumento que permitirá a Jesús consolarnos “en todo lugar y en todo momento”. Él había hablado de mandarnos “otro” consolador, “otro” defensor. Habla de “otro”, porque Él mismo —Jesús-Eucaristía— es nuestro primer consolador.

El cumplimiento de la voluntad del Padre obliga a Jesús a separarse de los suyos, pero su amor que le impulsaba a permanecer con ellos, le mueve a instituir la Eucaristía, en la cual se queda realmente presente. «Considerad la experiencia tan humana de la despedida de dos seres que se quieren (...). Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden (...). Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, (...) se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres». (San Josemaría Escrivá de Balaguer). Repitamos con el salmista: «¡Cuántas maravillas has hecho, Dios mío!» (Sal 40,6).

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