La oración de hoy puede ser una buena preparación para la fiesta del Corazón de Jesús, que celebraremos mañana. Pidamos a Santa María del Sagrado Corazón que nos ayude a preparar nuestra oración, que nos alcance conocimiento interno de Jesús.
1. El agua, imagen de la bendición de Dios. El agua aparece como protagonista en la primera lectura y en el salmo responsorial. La lluvia es signo de la fecundidad de Dios y de su providencia respecto a todas sus criaturas, y especialmente respecto al hombre. Dios nos envía la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. Veamos algunas consideraciones:
a) En la lectura del libro de los Reyes, Dios envía la lluvia por la oración de Elías. Elías sabe esperar el tiempo de Dios. Nosotros solemos ser muy impacientes, y queremos que la respuesta de Dios a nuestra oración sea inmediata. Además, Elías sabe interpretar los signos de Dios: sabe ver en “la nubecilla como la palma de una mano” –a la cual el criado no da importancia-, el indicio de la acción de Dios. Por último, el diluvio es señal de la sobreabundancia de la gracia: Dios suele actuar “a lo grande”, como en la multiplicación de los panes, o en la conversión de agua en vino.
b) En el salmo, Dios nos colma de sus bendiciones, simbolizadas en la abundancia del agua, que va haciendo que crezcan los brotes, los pastos y los trigales. Dios cuida la tierra: su providencia se extiende a todas sus criaturas, y nos alcanza y nos inunda también a nosotros. ¿Somos conscientes de los cuidados de Dios? ¿Vivimos como hijos de un Padre, que lo puede todo, lo sabe todo, nos ama y nos cuida?
2. El agua viva, imagen del Corazón de Jesús. El agua nos evoca vivamente al Corazón de Cristo, del cual manó sangre y agua. Él es el Manantial del agua viva que salta hasta la vida eterna, el único capaz de colmar nuestra sed. Precisamente Abelardo tituló sus breves comentarios al evangelio en la revista “Estar”, “Aguaviva”. No me he resistido a traer aquí uno de ellos, auténtica “agua viva” para alimentar nuestra oración y saciar nuestra sed: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba” (Jn 7, 37).
“Me he preguntado qué sentiría el Corazón de Jesús en sus fibras más íntimas para lanzar a las masas una exclamación que muchos pudieran juzgar propia de un demente (…) Yo le imagino mirando a aquella masa, traspasándola, y con su mirada de Dios, contemplando a todas las generaciones de todos los tiempos. No ha podido aguantar más. Su voz se ha levantado en un grito que suena a lamento: “Sedientos, venid a las aguas”. “Hombres y mujeres de todas las épocas. Salisteis de mí y vuestro corazón permanece inquieto hasta que en mí descanse”.
Yo siento ese lamento en mis horas de oración ante el Sagrario. Siento que me martillea cuando camino por las calles, (…) cuando veo a mi alrededor avidez de dinero, de confort, de soberbia, de mando. Cuando los luminosos y las carteleras de espectáculos parecen repetir: “Todo esto te daré si postrándote me adoras”.
Entonces me uno a Jesús, el auténtico Mesías que vive en mí, y me lleno de sus sentimientos. Y querría gritar a grandes voces, a todos, niños y grandes: “Si tenéis sed id a Cristo, bebed”. Pero sufro y me callo porque temo que me miren, me desprecien, se rían, me tachen de loco. Él no. Él sigue gritando aún hoy por si alguno lo oye.
¿Quién? Alguno. Quizás tú. Yo le escuché un día y acudí a beber. Ahora vivo contagiado de su locura. No me arrepiento” (Aguaviva, Junio, 1974).
Oración final. Santa María del Sagrado Corazón: enséñame a confiar en tu Hijo. Contágiame de su locura. Que no sea sordo a sus gritos y que acuda siempre a Él para beber de su Corazón el agua viva.