Al comenzar nuestra oración en este día pienso que podemos seguir la recomendación que el mismo Jesús hizo a los apóstoles cuando le pidieron que les enseñara a orar: “Cuando oréis, decid: Padre…”
A continuación debemos invocar al Espíritu Santo para que nos ayude a caer en la cuenta que estamos delante de Dios y que somos parte de su familia. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! … Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 1-2).
Recordamos brevemente que el pasado domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad y nos sentimos gozosos al saber que Dios padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo viven en nuestra alma.
Segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo. (2 Tm 1,1-3.6-12).
Al igual que Pablo para quien su amigo Timoteo siempre está presente cuando ora, “porque tengo siempre tu nombre en mis labios cuando rezo, de día y de noche”, traigamos a nuestro corazón el nombre de todos nuestros amigos y familiares. Es un deber de caridad rezar por ellos. Lo debemos hacer siempre pero más en esta época de crisis. Recordemos especialmente a los enfermos, a los que viven solos y a todos esos padres y madres de familia que están en paro, o a los que el sueldo no les llega ni a la mitad del mes.
Del Evangelio de San Marcos. (Mc 12, 18-27)
“Se acercaron a Jesús unos saduceos, de los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron…”
Pienso ahora con qué facilidad pensamos en que los saduceos son los otros, los del otro partido, club o grupo. Pero hoy, podemos cambiar el punto de vista y delante de Jesús, sentirnos saduceos. Gente materialista, preocupados más por las cosas de nuestro reino que por la gloria de Dios. Personas con visión corta de la realidad, que no acabamos de entender las Escrituras ni de creer en el poder de Dios.
Jesús muchas veces se dirigió a sus discípulos con palabras parecidas a estas: “¿No comprendéis, tan torpes sois?” “Estáis muy equivocados”. ¡Pues es verdad! , cómo nos cuesta entender las cosas del espíritu, esperar sin dudas que lo que pedimos se nos concederá y creer por absurdo que parezca que para Dios nada es imposible.
Hoy Jesús nos habla de la resurrección de final. En el último día, cuando hayan pasado todas las cosas de este mundo, los muertos resucitarán con este mismo cuerpo aunque transformado. Jesús con su resurrección ha vencido a la muerte definitivamente. Y si Él que es la cabeza de nuestro cuerpo ha resucitado, también nosotros resucitaremos con Él.
“No es Dios de muertos, sino de vivos”.
Y, finalmente, volvemos al punto de partida. Terminemos la oración como la empezamos; llenos de confianza al sentir que Dios vive en nosotros.
No es una idea, ni un mito, ni una bonita ilusión. No es un Dios de muertos. Es un Dios vivo, y es, si es que se puede decir así, mucho más aún, un Dios humano porque se ha encarnado, hecho hombre en la persona de Jesús de Nazaret. Tiene pies, manos y rostro; voz y sentimientos, y sobre todo, un Corazón humano y divino. Puedes hablar con Él, abrazarle y sentirte amado. Piensa que es el mejor de tus amigos, el incomparable, que nunca te fallará. Escucha los latidos de su Corazón que te dicen: fíjate en mí que soy manso y humilde. ¡Ven no te quedes fuera! ¡No tengas miedo!
Termina tu oración así: Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío. Repítelo muchas veces, ahora y a lo largo de todo el día.