Cuando, hace unos días, me puse a mirar las lecturas del domingo 30 para preparar los puntos de oración de mañana, comprobé con sobresalto que se trataba nada menos que de la festividad de la Santísima Trinidad. Para uno que no es teólogo, hablar de la Santísima Trinidad es un verdadero compromiso dado que es el mayor misterio de la fe católica.
Y de las varias lecturas que he ido haciendo estos días para preparar estas líneas, sólo me ha quedado una idea clara que ni siquiera sé si podré transmitir: que Dios, aún siendo uno, no es un ser solitario. No es alguien que viviera antes de crear el mundo en una soledad eterna. Por eso aunque es un solo Dios son tres personas. Por eso Dios es comunidad, es familia, es relación, es amistad. Por eso Dios es amor y no puede ser de otra manera porque dejaría de ser Dios.
Conocimos de la existencia de la Trinidad cuando Jesús nos habló del Padre. Cuando habló del Padre como alguien distinto de sí entendimos que había alguien más en el misterio divino. Cuando posteriormente nos habló del Espíritu Santo como alguien distinto del él y del Padre entendimos que entonces eran tres personas diferentes. Cuando hablamos de personas humanas, para expresar la íntima unión que hay entre varias personas usamos expresiones del tipo: “hacerlo todos a una”, “somos todos uno”, “ser una misma cosa” o “tener un mismo espíritu”. De igual modo, cuando hablamos de tres personas en un único Dios intentamos expresar la íntima unión entre las tres divinas personas.
Si profundizásemos en el misterio de la Trinidad, nos daríamos cuenta de que una relación eterna basada en el amor, es un cimiento sólido, y fuente de una paz inalterable. Ese es el Espíritu que reina en el seno de la Trinidad, por eso Dios es inalterable. Si nosotros tuviéramos la certeza de un amor eterno, la paz de Dios sobrepujaría todo sentimiento e inundaría nuestro corazón. Eso es lo que le falta al hombre de hoy, la certeza de un amor eterno e inalterable, no sujeto a crisis, cambios, desgastes ni caducidad. Un amor así es fuente de una paz indestructible. Si supiéramos adorar, decía Eloi Leclerc en boca de San Francisco, pasaríamos por el mundo con la tranquilidad de los grandes ríos, nada nos podría turbar.
Un matiz más me gustaría añadir. Cuando decimos que Dios es amor (y la Trinidad es el amor entre el Padre y el Hijo, manifestado en el Espíritu), usamos una expresión tan manoseada y tan ambigua en nuestros días que, a mí personalmente, me deja insatisfecho. Por eso prefiero decir que Dios es… ternura, que es como si fuera la parte más entrañable del amor. Ternura es lo que inspiran los niños y Jesús dijo que teníamos que hacernos como niños.
Termino haciendo una referencia a la Virgen, aquella que más íntimamente está unida a la Trinidad. Aquella que se identificó, se hizo “uno”, con la voluntad de Dios. De tal modo se hizo una misma cosa con el Espíritu Santo, que de la unión de ambos nació Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, por eso es hija del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo.