“El Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17, 21). Dios dentro de mí. Ya lo expresó bellamente san Agustín en el libro X de las Confesiones: “Tarde os amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde os amé. Vos estabais dentro de mi alma y yo distraído fuera, y allí mismo os buscaba; y perdiendo la hermosura de mi alma, me dejaba llevar de estas hermosas criaturas exteriores que Vos habéis creado. De lo que infiero que Vos estabais conmigo y yo no estaba con Vos”. Y de ello se hace eco santa Teresa de Jesús en el capítulo 28 de Camino de perfección: “¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su padre Eterno ir al cielo, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí?”.
Contemplemos en nuestra oración de mañana la realidad de un Dios habitando dentro de nosotros. Imitemos al hijo pródigo del evangelio, que “Entrando dentro de sí, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.
Jesús, en el pozo de Sicar, descubre a la samaritana que la fuente de agua viva es Él y que está dentro de ella misma. Dentro de sí ha de hallar el manantial de vida eterna. Bien podría decirle:
Tú eres tu manantial y tu torrente.
No vayas a buscar lejos y fuera
la vena que murmura y reverbera,
porque en ti está manando eternamente.
Agoniza tu labio, seco, ardiente,
y en su angustia solloza y desespera
cuando calmar tu sed tan fácil fuera.
¡Cuánto sediento al borde de la fuente!
Penetra en ti y en ti descansa y mora
mientras vas, con mirada escrutadora,
buscando en el ribazo y la quebrada.
Verás con qué sorpresa y alegría
hallas al fin la fuente limpia y fría
con que tu ansia quedará saciada.
Así, dentro de nosotros, descubriremos la oración del corazón, que es esencialmente una oración de amistad con Dios, que parte de lo más íntimo de nosotros mismos; aquí, en el corazón, se produce el encuentro con Cristo y se genera el acto de amor puro: ¡Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te amo! Cuando Pedro entró en sí mismo, arrepentido de su pecado -como harán Pablo, Agustín e innumerables otros- no le estaba esperando un Dios Juez intransigente sino un Dios Padre de infinita misericordia que lo vio “de lejos, conmovido corrió a su encuentro, se echó a su cuello y lo besó”. Si Pedro hubiera conocido realmente el Señor Jesús, no le habría dicho “aléjate de mí que soy un pecador”, sino más bien “acércate a mí porque soy un pecador”.
La Virgen María, que conoce mejor que nadie la misericordia de Dios, haga que experimentemos esta ternura de Dios: ¡el Dios rico en misericordia!