Nos encontramos en los últimos compases del año litúrgico. Seguimos contemplando a Jesucristo Rey, que en el evangelio de hoy, nos advierte de la persecución que nos espera por su causa, y nos infunde confianza con la promesa de su presencia. Él lo sabe todo, lo puede todo, y nos ama.
1. “Os echarán mano, os perseguirán…” El Señor habla claro. Nos dice a lo que nos exponemos cuando le seguimos de verdad. Y detalla todavía más el cuadro: “Os traicionarán, os entregarán a la cárcel, os harán comparecer ante reyes y gobernadores, os odiarán…” ¿Nos extrañamos de tanto odio, de tanta persecución, de las traiciones, incluso entre seres queridos? ¿Nos parece a veces que el Señor nos trata de una manera injusta, inmerecida, permitiendo tanto acoso de nuestros perseguidores?
2. “…Por causa mía”. Este odio que nos tiene el mundo no es por nosotros mismos: persigue en nosotros a Cristo. Ya nos lo advirtió Jesús: “Si el mundo os odia, a mí me ha odiado antes. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os odia (…) Todas estas cosas harán con vosotros por causa de mi nombre” (Jn 15, 18-21). Como escribe Abelardo en un “aguaviva”: “Si hay hombres en quienes Dios se manifiesta, esos padecen el rechazo. Son los odiados. Lo que antes hicieron con Él se repetirá ahora”.
Jesús es el único que ha sufrido en soledad; nosotros sufrimos por Él y con Él; nuestros sufrimientos están incrustados en el Suyo. Nuestra cruz es una astilla de su Cruz. Él está sufriendo con y en nosotros. Y así nuestra defensa está en sus manos. Por eso: “Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría…”
3. “Así tendréis ocasión de dar testimonio”. Es el testimonio de la fe, hecha vida en lo pequeño y en lo grande. Es el testimonio que han dado tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Hoy la Iglesia nos recuerda el martirio (mártir significa testigo) de san Andrés Dung-Lac y 116 compañeros en Vietnam, entre los siglos XVII y XIX, canonizados en 1988 por Juan Pablo II. Eran de toda condición; 59 de ellos laicos y laicas. Son nuestros modelos a la hora de ser testigos en el martirio blanco del día a día.
4. “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”. Nos recuerda la invitación que Jesús nos hace a la confianza, en otro pasaje: “No temáis (…) hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Mt 10, 30). Si Dios cuida de mí, qué me puede faltar…
5. “…Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. La tentación más fuerte que tenemos es la de abandonar el camino comenzado, la de tirar la toalla –perder la paciencia-, abrumados por tantas dificultades procedentes de los de lejos, de los de cerca, incluso de dentro de nosotros mismos. Nos vemos acosados por las persecuciones, y a la vez, desconfiados por nuestras miserias. Y es que seguir al Señor a los principios, y cuando todo va bien, es de muchos… Pero seguirle, cargando con la cruz, sin ahuecarla cuando se hace pesada, y permanecer al pie de Su cruz, cuando la vida se vuelve gris, y el tiempo parece que no avanza, es otra cosa. Sepamos esperar.
Abelardo escribe en otro aguaviva (junio 1989): “no perdamos la paz, no nos impacientemos ni tengamos prisas. Tal como somos nos ama el Señor”. Y nos hace una recomendación preciosa, con la que terminamos estos puntos: “Acudamos a la Virgen. Es su humildad la que la hace fuerte. Jamás se miró a si misma. Por eso fue paciente y supo esperar. Imitémosla. Mejor aún, dejémosla hacer en nosotros. Ella nos hará pacientes, humildes en la espera; abandonados y confiados en el Padre de las misericordias, quien desde la eternidad y para dejarnos en nuestro sitio nos prueba a través del llamado por nosotros factor tiempo”.