Al comenzar la oración, hagamos un acto de fe en Jesucristo salvador de humanidad. Igualmente un acto de fe en la vida eterna, esa que no se acaba y que esperamos gozar por la misericordia del Padre. Para hacer este acto de fe, nos podemos valer de la antífona de comunión de la primera misa de difuntos:
“Yo soy la resurrección y la vida –dice el señor- el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Una súplica al Espíritu Santo:
La mejor actitud ante Dios es la humildad que nos permite verle y no dudar del amor que nos tiene. Para ello, te aconsejo que “grites” ¡Ven Espíritu Santo, Ven Padre de las almas pobres y pequeñas, sin tu divino impulso nada hay puro en el hombre, pobre de todo bien! Sin la ayuda del Espíritu Santo –nos lo dice San Pablo- ni siquiera podemos decir con fe: “Jesús, salvador nuestro”.
Todo pasa, nada queda…
Medita unos momentos en la fugacidad de la vida. Para ello mira con la imaginación el otoño que nos rodea. Como las hojas se van poniendo amarillentas y caen. Regresan a la tierra o son pasto de las llamas. Así es también la vida del hombre sobre la tierra, “Somos polvo y en polvo nos convertimos”. Recuerdo ahora una anécdota de la vida de Juan Pablo II, cuando el cardenal de Cracovia le llamó para decirle que el Papa había pensado en él para hacerle obispo, objetó: “soy muy joven aún, Eminencia”, y el Sr. Cardenal le dijo: “no te preocupes por eso, la juventud es una enfermedad que pronto se pasa”. Y esto mismo podemos decir también de la vida humana. “Muy pronto acabarás tus días. Mira, pues, cómo te encuentras, porque hoy existe el hombre, y mañana no aparece. Y cuando ya no se le ve, pronto también se le olvida”. (Tomás de Kempis, cap. 23).
En esperanza fuimos salvados: estas palabras tomadas de la carta de San Pablo a los romanos (Rm 8, 24) han inspirado la segunda Carta Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, “Spe Salvi”. Me parece que hoy es un día muy oportuno para meditar en el sentido de la vida a la luz de la salvación. Meditar en este tema es todo menos una evasión del presente o de la realidad. Esta es una de las grandes aportaciones del cristianismo y una gran diferencia respecto a las creencias orientales que hoy tanto se ponderan. Dice el Papa en la introducción a la Encíclica: “Gracia a la cual (la esperanza) podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”. Esta fe, esta esperanza es todo lo contrario de una huída de la realidad, es tomarse la vida con responsabilidad porque sabemos que de Dios venimos y a Dios volvemos.
Hoy vivimos en un mundo muy parecido –en cuanto a los valores- al que conoció San Pablo. Hombres y mujeres “sin esperanza ni Dios” (Ef 2,12). Se ha dejado de creer en Dios para seguir a diosecillos que son tan efímeros como la vida misma y de los que no brota ninguna esperanza. ¡Cuánta gente a nuestro alrededor que adora al dinero, o a su cuerpo, … o al progreso! Cosas todas que pasan y dejan vacíos. Los cristianos en cambio, tenemos en Cristo nuestra esperanza y sabemos que tenemos futuro y por lo tanto debemos vivir de otra manera a la del mundo; de una manera nueva que demuestre que sólo dejando el pecado y acogiendo la gracia de Cristo se empieza a ser feliz ahora y por siempre.
Finalmente meditemos en la muerte –la hermana muerte- como le gustaba decir a San Francisco. La muerte ya no tiene la última palabra porque Cristo la ha vencido muriendo en la cruz. “La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma. Al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo- En Cristo, Señor Nuestro, brilla para nosotros esperanza de feliz resurrección.” (Oración de difuntos).