Vamos con alegría a la casa del Señor. ¡Cuántas veces hemos cantado este salmo! Pero es algo más que una canción. Qué alegría cuando vamos a casa de alguien que queremos y que sabemos que nos quiere. La casa del Señor es algo más que un lugar donde estar a gusto, se trata del lugar hacia el que se encaminan las tribus de Israel, signo de la Iglesia de hoy. Es el lugar donde están los tribunales de justicia, donde se da a cada uno según sus necesidades. Es el lugar de la paz y la seguridad. Es el lugar en que acaban nuestras vidas para el reposo definitivo. Podemos meditar en esa felicidad que surge del saberse en lugar seguro.
Este primer domingo de adviento nos recuerda además la transformación que se debe obrar en nosotros en las próximas cuatro semanas. Nuestras espadas deben transformarse en arados y nuestras lanzas en podaderas. Todo lo que hay en nosotros que destruye y nos destruye ha de convertirse en instrumento de trabajo y de crecimiento para nosotros y los que nos rodean. No destruir, sino construir; no matar, sino dar vida; no romper, sino reparar…
Isaías nos dice estas palabras después de habernos lanzado a coronar las cumbres de la montaña del Señor. Subamos, caminemos por sus sendas y con su luz. Nuestras imperfecciones y negligencias echan sombra sobre el camino. Sí, no tenemos ni camino propio ni luz propia, pero quien nos lo da es nuestro Padre.
Nos preparamos para recibir a ese Señor de la luz. Hay que velar para que cuando llegue nos pille atentos. El Hijo del Hombre vendrá en le momento que menos lo esperemos y para entonces ya tenemos que estar preparados. En realidad, los cristianos tenemos suerte de tener que esperar a este Dios que es quien nos espera a nosotros. Viene buscando amor, viene llamando a los corazones… Dios pasa, ha pasado ya otras veces, pero vuelve otro adviento más, este del año de gracia de 2010. No importa cómo le hayamos recibido otras veces, este año viene con más ganas que nunca, con el premio de darse entero a sí mismo para obrar la redención.
Por eso, merece la pena velar no tanto para estar bien preparados y que no nos pille el toro, como para simplemente verle venir. El Deseado de las naciones viene por fin a regir la tierra. La humilde figura de un niño Salvador del mundo se cierne ya sobre nuestras vidas. Merece la pena velar para verlo.