Estamos dando los primeros pasos del Adviento y hacemos nuestra la súplica de los primeros cristianos: ¡Ven, Señor Jesús! Que este grito, lleno de esperanza, esté de continuo en nuestra alma estos días, aumentando el deseo de la venida del Señor. La virtud propia del Adviento es la esperanza, una esperanza que no defrauda, porque se funda en el amor inconmovible de Dios.
La primera lectura es una de las visiones proféticas más consoladoras de Isaías: La humanidad, como una riada inmensa, subiendo al monte del Señor donde recibe la paz y la verdadera fraternidad. Esta imagen nos habla del deseo de Dios y del corazón del hombre de vivir unidos como hermanos, convocados por una Palabra de salvación. El año pasado, al comenzar el adviento nos decía Benedicto XVI:
“El mundo contemporáneo necesita sobre todo esperanza: la necesitan los pueblos en vías de desarrollo, pero también los económicamente desarrollados. Cada vez caemos más en la cuenta de que nos encontramos en una misma barca y debemos salvarnos todos juntos. Sobre todo al ver derrumbarse tantas falsas seguridades, nos damos cuenta de que necesitamos una esperanza fiable, y esta sólo se encuentra en Cristo, quien, como dice la Carta a los Hebreos, "es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). El Señor Jesús vino en el pasado, viene en el presente y vendrá en el futuro. Abraza todas las dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es "el Viviente" y, compartiendo nuestra precariedad humana, permanece para siempre y nos ofrece la estabilidad misma de Dios. Es "carne" como nosotros y es "roca" como Dios”.
¡El Señor viene!: el evangelio nos habla de Jesús que quiere visitar la casa del centurión de Cafarnaún y de la respuesta de fe de este hombre: «Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace.» El centurión tiene una confianza absoluta en el poder de la Palabra de Jesús, una palabra que hace lo que dice, una palabra creadora. “No he encontrado en nadie tanta fe”, le dice Jesús. Del mismo modo, si yo creo en el poder de la Palabra de Jesús que viene a visitarme en este adviento y en esta navidad, podré abrirme a su fuerza de salvación.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. La Iglesia ha hecho suya esta oración y la ha puesto antes de que recibamos la comunión eucarística. En cada Eucaristía el Señor viene a nosotros, entra bajo nuestro mismo techo, Él que es “carne” como nosotros y “roca” como Dios. Es la medicina que “perdona todas mis culpas y cura todas mis enfermedades, colmándome de gracia y de ternura” (Salmo 103). Que aumente nuestro deseo de recibirle cada día de nuestra vida, cada día de este adviento. Miremos a María, que le albergó en su seno virginal, y aprendamos de Ella a acoger a Jesús con fe, a llevarle en nuestro corazón, a permanecer a su lado velando para que el mundo lo reciba:
“Inmaculada Madre de Dios, en la soledad de Nazaret, a solas con tu tesoro, adoras, amas, esperas; Él en tu sagrario virginal… Flor de pureza, fragancia de lirio, amor intacto, contigo estoy solo y espero” (P. Tomás Morales).