Primera lectura:
Esta derrota bélica -probablemente uno de tantos episodios de lucha contra los filisteos- debió ser una auténtica catástrofe para el pueblo de Israel. Perdieron bastantes hombres, murieron los hijos del sacerdote Elí y encima les fue capturada por los enemigos una de las cosas que más apreciaban, el Arca.
El Arca era un cofrecito que contenía las palabras principales de la Alianza y que estaba cubierto con una tapadera de oro y las imágenes de unos querubines. Para los israelitas, sobre todo durante su período nómada por el desierto, era uno de los símbolos de la presencia de Dios entre ellos. Por eso fue mayor el desastre, porque habían puesto su confianza en esta Arca. Pero los israelitas se quedaban en lo exterior, es decir, que no acababan de pasar del Arca al Dios que les estaba presente. Les faltaba dar el paso a la actitud de fe, de escucha de Dios, de seguimiento de su alianza en la vida y de servir a Dios, más que servirse Dios.
Salmo responsorial:
Salmo 43. Dios no se ha olvidado de nosotros cuando la vida se nos complica. Él, en su Palabra, se ha comprometido con nosotros diciéndonos: ¿Acaso podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque hubiese una madre que eso hiciera, yo jamás me olvidaré de ti. Dios siempre es el Dios-con-nosotros. Su amor hacia nosotros nunca se acaba. Somos más bien nosotros los que hemos de volver a acordarnos de Dios, de abrir los ojos ante su amor de Padre y de esforzarnos por serle fieles. Cada día tenemos que retornar al Señor, que siempre está dispuesto a recibirnos con amor de Padre.
Evangelio:
El leproso del evangelio de hoy nos presenta la realidad de la pobreza de nuestra condición humana (cuántas cosas podríamos citar: las dificultades de nuestro carácter que enturbian nuestras relaciones con el prójimo, la dificultad y la inconstancia en la oración; nuestra débil voluntad, tantas veces combatida por el egoísmo, el orgullo, la sensualidad, la soberbia, nuestra falta de humildad…).
El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella -como nosotros con las nuestras-, pero al aparecer Cristo, el leproso encuentra la esperanza. Cristo conoce su situación y se enternece, como lo hace la mejor de las madres, que ante el hijo enfermo más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño y se desvela por él. Así ocurre con Cristo. Y este pasaje evangélico nos lo refleja. Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. El leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Así pues, que pongamos con confianza nuestra vida -con sus luces y sus sombras- en manos de Dios para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos y Él está deseando concedernos.
Oración final:
Dios todopoderoso, confírmanos en la fe de los misterios que celebramos, y, pues confesamos a tu Hijo Jesucristo, nacido de la Virgen, Dios y hombre verdadero, te rogamos que por la fuerza salvadora de su resurrección merezcamos llegar a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.