“¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor!” Iniciamos este rato de oración con el deseo de abrir nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra de Dios. No sea duro nuestro corazón para escuchar su voz sino dispuesto a acoger y a poner por obra la voluntad de Dios.
“Se quedaron asombrados de su doctrina”. La enseñanza de Jesús impactaba a quienes le oían pues percibían en Él una autoridad divina ¿por qué? En primer lugar por su contenido: estaban acostumbrados a los letrados que exigían el cumplimiento riguroso de las prescripciones de la ley de Moisés. Jesús pide una obediencia radical a Dios fruto del doble mandamiento del amor: Amar a Dios con todo el corazón y todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo. Jesús no es un transgresor de la ley mosaica, sino que la supera poniendo en su cima el amor a Dios y al prójimo. La doctrina de Jesús es infinitamente simple y exigente. Pide la perfección imitando al Padre de los cielos, un Padre que es Amor.
“Este enseñar con autoridad es nuevo”. La segunda razón por la que la enseñanza de Jesús es nueva es por la autoridad de su palabra, que se manifiesta en la expulsión del demonio de aquel hombre que estaba en la sinagoga: “¡Cállate y sal de él!”. La Palabra de Jesús es divina y esto se manifiesta en que es una palabra que hace lo que dice. En la Exhortación Verbum Domini leemos que “en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12)”. Así, Jesús hacía milagros con el solo poder de su Palabra. ¿Qué me dice a mí esto? Si recibo con fe la Palabra de Dios, le permitiré mostrar su fuerza y eficacia en mi vida. Justo antes de recibir la comunión, decimos “una Palabra tuya bastará para sanarme”. ¡Señor, aumenta mi fe es el poder santificador de tu Palabra!
“Sé quién eres: el Santo de Dios”. La confesión del demonio no es un acto de fe. Saben que es el Hijo de Dios y le delatan temblando de pavor. Pero ningún demonio dice a Jesús en el evangelio que Él es el Señor. No pueden decirlo, porque sería reconocer a Jesús como su Señor, cosa que solo se puede hacer bajo el influjo del Espíritu Santo. Nosotros sí podemos decir a Jesús que es el Hijo y el Santo de Dios y confesarle como Señor de nuestras vidas. Hagamos esta oración de fe:
Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo,
Tú eres el revelador de Dio invisible,
el primogénito de toda criatura,
el fundamento de todo.
Tú eres el maestro de la humanidad.
Tú eres el Redentor.
Tú naciste, moriste, resucitaste por nosotros.
Tú eres el centro de la historia y del mundo.
Tú eres el que nos conoce y nos ama.
Tú eres el compañero y el amigo de nuestra vida.
Tú eres el hombre del dolor y de la esperanza.
Tú eres el que ha de venir
Y ha de ser un día nuestro juez
Y, esperamos, nuestra felicidad.
Yo jamás acabaría de hablar de Ti.(Pablo VI)