“Pensando que con sólo tocarle el vestido curaría”.
De Dios se obtiene tanto cuanto se espera. La medida de la misericordia de Jesucristo es la de nuestra confianza en Él.
Tocar a Jesús es realmente ser tocado, sanado y renovado por Él. ¡Cuántas veces nos hemos acercado a Él en la eucaristía, en los sacramentos, en la oración, en los hermanos, en los pobres… y seguimos igual! Esta consideración sería suficiente para hacer de nuestra oración un grito intenso y permanente de súplica y petición de misericordia. Tal vez somos como aquellos cantos rodados inmersos en las aguas pero impermeables y secos por dentro.
Llevamos tal vez muchos años buscando remedios, soluciones a nuestra pobreza en la amistad con el Señor. Queremos curarnos, vencer de una vez la tibieza, esa rocosa apatía e insensibilidad del corazón que nos hace llevar una vida lánguida, cómoda, redondeada, sin vibrar con los sentimientos de Cristo y sin identificarnos con la pasión que hoy renueva Jesucristo en su Iglesia.
¡Y por qué no será hoy cuando el mismo Jesús se haga el encontradizo y se deje tocar y robar su fuerza de salvación y de curación asombrosa!
Por nosotros mismos nada podemos, pero si pedimos ayuda a la Virgen María y a los santos, debemos esperar sin cansancio el gran milagro. ¡Somos rescatados de una vida sin sentido ni horizonte de eternidad! ¡Somos signo de la misericordia incansable y tierna de nuestro Dios para el mundo!
San Juan Bosco lo esperó todo y siempre de la intercesión de la Virgen Auxiliadora. Imitémosle y esperemos con confianza absoluta en el gran Amor de nuestro Salvador, que camina a nuestro lado, tan cerca que quiere que nuestra miseria le roce y así pueda curarnos y darnos una alegría incomparable, que sea el gran signo de su Misericordia para todos.