Ofrecemos nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón Inmaculado de Santa María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos, alegrías y sufrimientos. Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por las que se inmola continuamente sobre los altares.
Continuamos con la lectura corrida de estos últimos días del evangelio de san Mateo. Antes de ayer leíamos la proclamación de las Bienaventuranzas, dentro del Sermón de la montaña. Precisamente, la lectura del evangelio de hoy, en la cual, haciendo referencia Jesús a la Ley y los profetas, dice Jesús que no ha venido a abolir, sino a dar plenitud, en esas Bienaventuranzas se encuentra la plenitud de la nueva Ley. Porque la nueva Ley es la Ley del Espíritu. Nadie podía escapar de la antigua ley, siendo el hombre de condición pecadora. Como dice el salmo “si llevas cuenta de los delitos, Señor, quién podrá resistir” y continua “pero de ti procede el perdón”.
Pero Cristo no exime de la lucha por el cumplimiento de la nueva Ley. San Pablo nos dirá antes de su sacrificio “he luchado bien mi combate; he corrido hasta la meta; he mantenido la fe”. Y es verdad. A poca experiencia que tengamos en la vida, nos damos cuenta en seguida que casi todo es lucha, principalmente contra nuestros pecados que nos vuelven opacos, fríos, distantes a los demás, egoístas. Y esa es nuestra mística, la lucha contra nuestros defectos para amar mejor a los demás. A veces veo a personas ancianas, muy cercanas en mi vida, y pienso qué bien se cumplen en ellas estas palabras de San pablo, porque han luchado en esta vida, no han dejado de correr hasta la meta y han sido perseverantes en la fe, ante tantas dificultades.
Por eso, esta petición al sagrado Corazón de Jesús: Señor, dame la fuerza para luchar contra mis pecados. Dame la constancia en el caminar. Dame la perseverancia en la fe.
Que la esperanza en los bienes eternos nos ayude a seguir caminando. Pero sobre todo la confianza en el Corazón de Cristo. Jesús, en ti confío.