* Tenemos la
suerte de tener el salmo de la Santa Misa de hoy, meditado por el beato
Juan Pablo II. Lo realizó el 11 mayo 2004, en la audiencia
general de los miércoles (Vaticano). El texto íntegro nos puede ayudar.
Salmo
29, «Acción de gracias por la liberación de la muerte».
Te ensalzaré, Señor, porque me has libradoy no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, Dios mío, a ti grité,y tú me sanaste.Señor, sacaste mi vida del abismo,me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.Tañed para el Señor, fieles suyos,dad gracias a su nombre santo;su cólera dura un instante;su bondad, de por vida;al atardecer nos invita el llanto;por la mañana, el júbilo.Yo pensaba muy seguro:«no vacilaré jamás».Tu bondad, Señor, me asegurabael honor y la fuerza;pero escondiste tu rostro,y quedé desconcertado.A ti, Señor, llamé, supliqué a mi Dios:«¿qué ganas con mi muerte,con que yo baje a la fosa?¿Te va a dar gracias el polvo,o va a proclamar tu lealtad?Escucha, Señor, y ten piedad de mí;Señor, socórreme».Cambiaste mi luto en danzas,me desataste el sayal y me has vestido de fiesta;te cantará mi alma sin callarse.Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
“1. Una intensa y suave acción de gracias se eleva a Dios desde
el corazón de quien reza, después de desvanecerse en él la pesadilla de la
muerte. Este es el sentimiento que emerge con fuerza en el Salmo 29, que acaba
de resonar en nuestros oídos y, sin duda, también en nuestros corazones. Este
himno de gratitud posee una gran fineza literaria y se basa en una serie de
contrastes que expresan de manera simbólica la liberación obtenida gracias al
Señor.
De este modo, al descenso «a la fosa» se le opone
la salida «del abismo» (versículo 4); a su «cólera» que «dura un instante» le
sustituye «su bondad de por vida» (versículo 6); al «lloro» del atardecer le
sigue el «júbilo» de la mañana (ibídem); al «luto» le sigue la «danza», al
«sayal» luctuoso el «vestido de fiesta» (versículo 12).
Pasada, por tanto, la noche de la muerte, surge la
aurora del nuevo día. Por este motivo, la tradición cristiana ha visto
este Salmo como un canto pascual. Lo atestigua la cita de apertura que
la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma de una gran escritor
monástico del siglo IV, Juan Casiano: «Cristo da gracias al padre por
su resurrección gloriosa».
2. El que ora se dirige en varias ocasiones al
«Señor» --al menos ocho veces--, ya sea para anunciar que le alabará (Cf.
versículos 2 y 13), ya sea para recordar el grito que le ha dirigido en tiempos
de prueba (Cf. versículos 3 y 9) y su intervención liberadora (Cf. versículos
2, 3, 4, 8, 12), ya sea para invocar nuevamente su misericordia (Cf. versículo
11). En otro pasaje, el orante invita a los fieles a elevar himnos al Señor
para darle gracias (Cf. versículo 5).
Las sensaciones oscilan constantemente entre el
recuerdo terrible de la pesadilla pasada y la alegría de la liberación.
Ciertamente, el peligro que ha quedado atrás es grave y todavía provoca
escalofríos; el recuerdo del sufrimiento pasado es todavía claro y vivo; hace
muy poco tiempo que se ha enjugado el llanto de los ojos. Pero ya ha salido la
aurora del nuevo día; a la muerte le ha seguido la perspectiva de la vida que
continúa.
3. El Salmo demuestra de este modo que no tenemos
que rendirnos ante la oscuridad de la desesperación, cuando parece que todo
está perdido. Pero tampoco hay que caer en la ilusión de salvarnos solos, por
nuestras propias fuerzas. El salmista, de hecho, está tentado por la soberbia y
la autosuficiencia: «Yo pensaba muy seguro: "no vacilaré jamás"»
(versículo 7).
Los Padres de la Iglesia también reflexionaron
sobre esta tentación que se presenta en tiempos de bienestar, y descubrieron en
la prueba un llamamiento divino a la humildad. Es lo que dice, por ejemplo,
Fulgencio, obispo de Ruspe (467-532), en su «Carta 3», dirigida a la religiosa
Proba, en la que comenta este pasaje del Salmo con estas palabras: «El salmista
confesaba que en ocasiones se enorgullecía de estar sano, como si fuera mérito
suyo, y que así descubría el peligro de una enfermedad gravísima. De hecho,
dice: ¡"Yo pensaba muy seguro: 'no vacilaré jamás'"! Y, dado que al
decir esto, había sido abandonado del apoyo de la gracia divina, y turbado,
cayó en su enfermedad, siguió diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el
honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Para
mostrar que la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, tiene
que ser de todos modos invocada humildemente sin interrupción, añade: "A
ti, Señor, llamo, suplico a mi Dios". Nadie pide ayuda si no reconoce su
necesidad, ni cree que puede conservar lo que posee confiando sólo en sus
propias fuerzas» (Fulgencio de Ruspe, «Las Cartas» --«Le lettere»--, Roma 1999,
p. 113).
4. Después de haber confesado la tentación de
soberbia experimentada en tiempos de prosperidad, el salmista recuerda la
prueba que le siguió, diciendo al Señor: «escondiste tu rostro, y quedé
desconcertado» (versículo 8).
Quien ora recuerda entonces la manera en que
imploró al Señor: (Cf. versículos 9-11): gritó, pidió ayuda, suplicó que le
preservara de la muerte, ofreciendo como argumento el hecho de que la muerte no
ofrece ninguna ventaja a Dios, pues los muertos no son capaces de alabar a
Dios, no tienen ya ningún motivo para proclamar la fidelidad de Dios, pues han
sido abandonados por Él.
Podemos encontrar este mismo argumento en el Salmo
87, en el que el orante, ante la muerte, le pregunta a Dios: « ¿Se anuncia en
el sepulcro tu misericordia, o tu fidelidad en el reino de la muerte?» (Salmo
87, 12). Del mismo modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y después curado,
decía a Dios: «El Seol no te alaba ni la Muerte te glorifica..., El que vive,
el que vive, ése te alaba» (Isaías 38, 18-19).
El Antiguo Testamento expresaba de este modo el
intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y hacía referencia
a los numerosos casos en los que fue alcanzada esta victoria: personas
amenazadas de morir de hambre en el desierto, prisioneros que escaparon a la
pena de muerte, enfermos curados, marineros salvados de naufragio (Cf. Salmo
106, 4-32). Ahora bien, se trataba de victorias que no eran definitivas. Tarde
o temprano, la muerte lograba imponerse.
La aspiración a la victoria se ha mantenido siempre
a pesar de todo y se convirtió al final en una esperanza de resurrección. Es
la satisfacción de que esta aspiración poderosa ha sido plenamente asegurada
con la resurrección de Cristo, por la que nunca daremos suficientemente gracias
a Dios.”
* Evangelio: Una
madre viuda enterrando a su único hijo era una de las realidades más dolorosas
que podían presenciarse. La escena evangélica de hoy, la resurrección del
"hijo de la viuda de Nain" nos llena de una gran ternura. El Señor
Jesús nos descubre el amor de su Corazón, y para evitar el desamparo
de aquella mujer que lo perdía todo y acudió rápidamente a restañar su herida y
devolver el hijo a su madre, a darle de nuevo ilusión, esperanza y apoyo.
Seguramente aquella mujer, aun cuando el Evangelio no lo dice, quedaría para
siempre enredada en la luz de aquel extraordinario Profeta que llenó de luz la
sombra densa de aquel entierro tan doloroso.
* Oración
final:
Dios todopoderoso, confírmanos en la fe de
los misterios que celebramos, y, pues confesamos a tu Hijo Jesucristo, nacido
de la Virgen, Dios y hombre verdadero, te rogamos que por la fuerza salvadora
de su resurrección merezcamos llegar a las alegrías eternas. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.