La primera lectura de hoy nos presenta
el cántico de Azarías. Este cántico evoca el tiempo del exilio de Israel en
Babilonia, cuando tres jóvenes judíos fueron condenados al fuego del horno
ardiente por el rey Nabucodonosor porque se habían negado a adorar la estatua
que él había levantado.
La oración de Azarías gira en torno a la
tragedia del pueblo israelita, castigado por Dios con el exilio; es una confesión del
pueblo por sus pecados, El pueblo de
Israel representado por Azarías está y se siente desamparado. Israel
ha sido castigado por sus pecados justamente, y parece como si Dios hubiera
retirado las promesas de su alianza. Israel se halla como una grey dispersa,
sin jefe ni caudillo, sin profeta que les comunique las revelaciones de su
Dios. En sustitución de los sacrificios, que no se pueden ofrecer porque no
tienen templo, el protagonista se ofrece humildemente a Dios. Como compaginarlo con la fidelidad de Dios a su
alianza.
En esta trágica situación del presente,
la esperanza busca su raíz en el pasado, o sea, en las promesas hechas a los
padres. Así, se remonta a Abrahán, Isaac y Jacob, a los cuales Dios había
asegurado bendición y fecundidad, tierra y grandeza, vida y paz. Dios es fiel y
no dejará de cumplir sus promesas. Aunque la justicia exige que Israel sea
castigado por sus culpas, permanece la certeza de que la misericordia y el
perdón constituirán la última palabra. Ya el profeta Ezequiel refería estas
palabras del Señor: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado (...) y no
más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) Yo no me complazco en
la muerte de nadie» (Ez 18,23.32).
Sólo Dios, por su misericordia, puede
salvar a su pueblo; quiere como ofrenda un corazón contrito y humilde. Un
arrepentimiento seguido de sinceros propósitos de una vida nueva.
Por tanto, podemos considerarlo
enmarcado dentro de una oración penitencial en esta cuaresma, que no desemboca
en el desaliento o en el miedo, sino en la esperanza, la pascua.
Podemos acercarnos al Señor ofreciéndole
el sacrificio más valioso y agradable: el «corazón contrito» y el «espíritu
humillado». Es precisamente el centro de la existencia, el yo renovado por la
prueba, lo que se ofrece a Dios, para que lo acoja como signo de conversión y
consagración al bien.
Con esta disposición interior desaparece
el miedo, se acaban la confusión y la vergüenza, y el espíritu se abre a la
confianza en un futuro mejor, cuando se cumplan las promesas hechas a los
padres.
La frase final de la súplica de Azarías,
tal como nos la propone la liturgia, tiene una gran fuerza emotiva y una
profunda intensidad espiritual: «Ahora te seguimos de todo corazón, te
respetamos y buscamos tu rostro» (v. 41). Es un eco de otro salmo: «Oigo en mi
corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor»
Quiero unir para terminar estas últimas
frases con el evangelio. El rostro del Señor que expresa todo su ser es la
compasión y la misericordia. Si la buscamos con ansiedad y nos llenamos de ella,
no podemos relacionarnos con los demás de otra manera sino con vínculos o lazos
de amor y perdón. Pedir hoy en la oración que transforme nuestro corazón a
semejanza del suyo, que obremos como tú has obrado por y en nosotros.