Hoy las lecturas nos presentan a
algunos personajes que han sido llamados a desarrollar la misión de ser
anunciadores de la palabra de Dios. Todos han tenido la misma reacción: se
sienten incómodos, incapaces, inadecuados.
El tema de la vocación profética
y apostólica ocupa las dos principales lecturas de este domingo quinto
ordinario. El primer texto es una narración autobiográfica debida a la mano del
mayor profeta de Israel: Isaías. El relato se desarrolla en una visión litúrgica
en el templo. Isaías se encuentra ante la santidad y grandiosidad de lo
celeste, ante Dios que se le manifiesta llenando la tierra, como el humo del
incienso llenaba el templo. La reacción espontánea de Isaías es confesar su
profunda incapacidad e indignidad personal para ser profeta.
Pero Dios se acerca con su
gracia para que Isaías supere el pánico y experimente la fascinación de su
presencia santa. Y un serafín, ministro de la corte celeste, con un carbón
encendido tomado del altar de los holocaustos purifica la boca del profeta. Es
como un gesto sacramental que lo consagra. El hombre de la palabra, el profeta,
debe ser precisamente purificado en la palabra. El fuego sagrado que viene del
altar penetra el lenguaje del hombre, llamado a hablar en nombre de Dios.
Nosotros por el bautismo hemos
sido llamados y consagrados a ser también profetas. Profetas en nuestro tiempo,
en nuestros ambientes, en nuestros lugares de trabajo y estudio. El profeta es
aquel que habla con las palabras y la vida de Dios, aquel que anuncia su
mensaje, aquel que denuncia las formas de vida no acordes a la ley de Dios, el
que denuncia las injusticias… pero, también, el que trae al pueblo la esperanza
en tiempos de desolación, el que anuncia que llegara el Mesías. Que vocación
tan bonita y actual. Repetir en la oración: Señor hazme digno de tal vocación,
purifícame por dentro, hazme dócil a tu llamada como al profeta para que sea
testigo tuyo.
Inmediatamente se produce la
respuesta de Isaías: aquí estoy, mándame, llena de espontaneidad, entusiasmo y
prontitud. Acepta su vocación profética y vence la cobardía de su indecisión.
¡Qué gran ejemplo!
El evangelio nos presenta
diversas escenas, en las que son protagonistas Jesús y un grupo de pescadores,
que están lavando las redes después de su esfuerzo y fracaso nocturno, sin
haber cogido nada. Jesús se acerca a los apóstoles con un gesto de cariño y de
premura, y se inserta en el contexto de la vida cotidiana de los discípulos con
sencillez, afabilidad, interviniendo en sus problemas para poner en evidencia
que las acciones no nacen de iniciativas personales, sino de la obediencia a la
Palabra del Señor Resucitado: dándose cuenta de que no habían pescado nada
aquella noche, les Jesús les pide que abandonen la orilla y de nuevo entren en
el mar, aceptando el riesgo de continuar en un trabajo, que hasta ahora había
sido infructuoso. Pedro, fiado en la palabra del Maestro, vuelve a echar las
redes, y el resultado es inesperado y maravilloso. La pesca fue tan grande que
por el peso se hundían.
Jesús se mete también en
nuestras vidas, en nuestras familias, trabajos... se hace uno con nosotros y
nos invita a ser colaboradores suyos, a echar las redes. El espíritu apostólico
propio de la milicia, es también vocación, llamada. Seamos fieles a esta
llamada. Señor enciende nuestros corazones en el fuego de tu amor. Que llevemos
la vida de la gracia a todas las almas.