* La liturgia del tercer domingo de
Adviento subraya de modo particular la
alegría por la llegada de la época mesiánica. Se trata de una cordial y
sentida invitación para que nadie desespere de su situación, por difícil que
ésta sea, dado que la salvación se ha hecho presente en Cristo Jesús. El profeta Isaías, en un bello
poema, nos ofrece la bíblica imagen del desierto que florece y del pueblo que
canta y salta de júbilo al contemplar la Gloria del Señor. Esta alegría se
comunica especialmente al que padece tribulación y está a punto de abandonarse
a la desesperanza.
Cuando el Antiguo Testamento veía el
desierto como lugar geográfico, lo consideraba como la tierra que "Dios no
ha bendecido", lugar de tentación, de aridez, de desolación. Esta
concepción cambió cuando Yahveh hizo pasar a su pueblo por el desierto antes de
introducirlo en la tierra prometida. A partir de entonces, el desierto evoca,
sobre todo, una etapa decisiva de la historia de la salvación: el nacimiento y
la constitución del pueblo de Dios. El desierto se convierte en el lugar del
"tránsito", del Éxodo, el lugar que se debe pasar cuando uno sale de
la esclavitud de Egipto y se dirige a la tierra prometida. El desierto se
convierte, según el Deuteronomio (Dt 8,2ss 15-18), en el tiempo maravilloso de
la solicitud paterna de Dios. Cuando el profeta Isaías habla del desierto
florido expresa esta convicción: Dios siempre cuida de su pueblo y, en las
pruebas de este lugar desolado, lo alimenta con el maná que baja del cielo y
con el agua que brota de la roca, lo conforta con su presencia y compañía hasta
tal punto que el desierto empieza a florecer. En nuestra vida hay momentos de
desierto, momentos de desolación, de prueba de Dios; en ellos, más que nunca,
el Señor nos repite por boca del profeta Isaías: fortaleced las manos débiles,
robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón, sed
fuertes, no temáis. Mirad que vuestro Dios viene en persona.
El salmo 145 canta la fidelidad del Señor a sus promesas y su cuidado
por todos aquellos que sufren. Leamos estas preciosas palabras del Papa Juan
Pablo II en la Audiencia del miércoles 2 de julio de 2002 (catequesis sobre el
salmo 145):”...Es un «aleluya», el primero de los cinco Salmos que cierran el
Salterio. La tradición litúrgica judía ya utilizaba este himno como canto de
alabanza para la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía
de Dios sobre la historia humana. Al final del Salmo se declara, de hecho, que
«El Señor reina eternamente» (versículo 10).
De ahí se deriva una verdad
consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos, las vicisitudes de
nuestros días no están dominadas por el caos o el hado, los acontecimientos no
representan una mera sucesión de actos sin sentido y meta. A partir de esta
convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, exaltado con
una especie de letanía en la que se proclaman las atribuciones de amor y de
bondad que le son propias (Cf. versículos 6-9). Dios es el creador del cielo y de la
tierra, es el custodio fiel del pacto que lo une a su pueblo, es el que hace
justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos y libera a los cautivos.
Abre los ojos a los ciegos, levanta a los caídos, ama a los justos, protege al
extranjero, sustenta al huérfano y a la viuda. Trastorna el camino de los
malvados y reina soberano sobre todos los seres y sobre todos los tiempos. Se
trata de doce afirmaciones teológicas que -con su número perfecto- quieren
expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano
alejado de sus criaturas, sino que queda involucrado en su historia, luchando
por la justicia, poniéndose de parte de los últimos, de las víctimas, de los
oprimidos, de los infelices. «Dichoso
a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor, su Dios»
(versículo 5). Este es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El
«amén», verbo hebreo de la fe, significa precisamente basarse en la solidez
inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su potencia infinita. Pero
significa sobre todo compartir sus opciones, ilustradas por la profesión de fe
y de alabanza antes descrita...”
En la segunda lectura, en la Carta de Santiago, el apóstol
nos enseña que tenemos que aprender a esperar y a luchar con paciente
perseverancia. La
adquisición de las virtudes no se logra con violentos esfuerzos esporádicos,
sino con la continuidad de la lucha y la constancia de intentarlo cada día,...
cada semana. El secreto es comenzar y recomenzar esa lucha, todas las veces que
sea necesario. Santiago,
constatando que la llegada del Señor está ya muy cerca, invita a todos a tener
paciencia: así como el labrador espera la lluvia, el alma espera al Señor que
no tardará.
El Evangelio,
finalmente, pone de relieve la paciencia de Juan el Bautista quien en las
oscuridades de la prisión es invitado por Jesús a permanecer fiel a su misión
hasta el fin. También nos muestra que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre, es indefinible porque abarca y comprende todas las realidades divinas y
humanas. El Señor prefirió no responder a los enviados con palabras, sino con
hechos. Después de curar a los enfermos, dar la vista a los ciegos y echar a
los espíritus impuros de los poseídos, les respondió a los discípulos de Juan:
“Id y contad a Juan lo que
oís y veis”. Jesús se define por su obrar. Su respuesta son las obras. Por otra
parte, aquellas curaciones milagrosas eran la obra esperada del Mesías, que ya
había preanunciado literalmente el Profeta Isaías, en la primera lectura de la
Misa de hoy.
Nosotros hoy, en este tiempo de
Adviento y preparación, tenemos la esperanza jubilosa. Sabemos que en la
Navidad nos viene el mismo Mesías otra vez en la Eucaristía para invitarnos a
ser sanados y curados por medio de su poder. El Adviento es un llamamiento para
recibir la curación que todavía ofrece precisamente el mismo que le respondió a
la pregunta de Juan el Bautista. Nosotros hacemos durante el Adviento la misma
pregunta al mismo hombre: «¿Eres tú él que buscamos? ¿Eres tú que nos puede
sanar físicamente y espiritualmente?» En Navidad, oímos otra vez la respuesta
que oyó Juan: “Sí, yo soy. Confía en mí”.
Oración final:
Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo,
Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen, escucha nuestras
súplicas, y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne
hacernos partícipes de su condición divina. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.