Podemos empezar nuestra oración
pidiendo el don de ver con la “vista imaginativa” a la Virgen en Nazaret. Una
habitación sin apenas muebles, Ella sentada en una pequeña silla, la Biblia
abierta, el niño jugando con un palito, tomado de la carpintería de san José.
La Madre un ojo en el libro y otro sobre el pequeño. Al fondo el ruido del
trabajo, José va dando forma apropiada a la madera, un tablón que después será
una puerta sencilla le ocupa en estos momentos.
De pronto, María levanta los ojos
hacía el techo y empieza a recordar pasados acontecimientos.
En el recuerdo quedan aquellos tres
personajes extranjeros, unos Magos venidos de tierras lejanas. Decían que les
había guiado la “estrella de Jacob”, que pararon en Jerusalén a preguntar por
el “rey de los judíos”, extraño título que nunca usaría un israelita. María
guardaba todo en su corazón y cuando pasaron muchos años, toda una vida,
recordará ese título de “rey de los judíos”. Lo volvería a utilizar otro
extranjero para referirse a Jesús, cuando le condenó a morir en una cruz.
Herodes mismo se había interesado por
esta historia que traen los Magos. De aquel rey déspota, nada bueno podía esperarse
.Apegado patológicamente al trono, había matado a tres de sus hijos para
proteger su “tesoro”.
Los Magos vinieron a adorar a su
Hijo, al niño que ahora juega y en aquel momento acababa de nacer. Le trajeron
oro como si fuera rey, le trajeron incienso como si fuera Dios y mirra…
Nicodemo ungiría el cuerpo inerte de Jesús con esta sustancia, para prevenir
que no se corrompiera.
A continuación de aquello se
desencadenaron una serie de hechos. Recuerda aquella noche en la que José le
susurra al oído: “levántate, el niño corre peligro, nos vamos”. No hicieron
falta más palabras, estaban acostumbrados al misterio. Tardaron poco en
recoger, poco se tarda en recoger las pertenencias de un pobre. José guarda los
regalos de los Magos y ella entiende, luego vería a José ayudarse del oro para
poderse establecer como inmigrante en “tierra extraña”.
Aquel viaje por el desierto, en
algunas ocasiones veía el mar a lo lejos. Solo frecuentaban las poblaciones
para lo indispensable: comprar algo de comida, José era prudente. Rumores y más
rumores de atrocidades cometidas por Herodes, niños muertos en Belén.
La Virgen guarda todas estas cosas en
su corazón, llora por los niños y sobre todo por sus padres. Es el dolor
inconsolable del que pierde lo que más puede querer, el hijo que colmaba tantas
ilusiones. Siente que los niños de Belén han muerto “en lugar de…” su Hijo. Siente
el aliento fétido de la serpiente que les sigue, buscándolos para acabar con el niño.
Aquella “tierra extraña” tiene algo
de familiar, por allí ha peregrinado su pueblo en tiempos de José y Jacob y por
allí ha vuelto a peregrinar, esta vez en sentido contrario, en tiempos de
Moisés. La Madre como lectora de la Biblia, reconoce en aquellos pasajes la
historia de su pueblo.
Unos años viviendo en paz en Egipto,
el niño crecía como todos los niños. Otra noche José volvió a soñar, un ángel
le dijo que era el momento de volver. Vuelven a Galilea, José el “prudente”
prefiere esquivar Judea, se establecen en una aldea llamada Nazaret.
Salimos del recuerdo para incorporarnos en la
vivencia del momento presente. Ella sentada en una pequeña silla, la Biblia abierta
y el niño jugando con el palito.
Leamos la primera lectura del
Eclesiástico desde el corazón de María. Ella está viendo al Niño-Dios cuando
lee: “El Señor honra más al
padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos”. ¿Qué
sentimiento puede albergar un corazón humano, cuando todo un Dios se “anonada”
en obediencia hacía la criatura?.
Pidamos hoy a la Virgen la gracia de
la contemplación, que en el templo de nuestro momento presente nos encontremos
en adoración. No nos olvidemos de pedir también por el más necesitado.