Después de acostado, ya que me quiera
dormir, por espacio de un Avemaría pensar a la hora que me tengo de levantar, y
a qué, resumiendo el ejercicio que tengo de hacer. (San Ignacio – primera adición – [Ej.73]).
Al día siguiente: iniciaremos nuestro
rato exclusivo con el Señor, poniéndonos en su presencia y recordando la
oración preparatoria de san Ignacio: Pedimos gracia a Dios nuestro
Señor, para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente
ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad [Ej.46]).
Como primer momento de oración podemos
considerar los sentimientos de María al ver a su hijo
crucificado, al oír las palabras de Jesús diciendo, primero a ella: Mujer, ahí
tienes a tu hijo. Después dirá a Juan: Ahí tienes a tu madre.
En Juan estamos representados todos. Metámonos en el corazón de la Madre, ¿qué
sentiría, en estos momentos? Desgarrado su corazón, entendía que aún en el
dolor, su hijo la tiene presente, como nos tiene presentes a todos. Seguramente
recordaría, aquella profecía de Simeón, sobre que una espada
atravesaría su alma.
Como segundo momento de oración,
preparémonos a contemplar a Jesús diciendo: ¡Tengo sed! El
lamento de Jesús nos tiene que herir, si no nos hiere pidamos dolor con
Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de
tanta pena que Cristo pasó por mí [Ej.203]. Sintamos la soledad
de Jesús. Preguntémonos, ¿Cómo hemos podido dejarle solo? El Señor que ha
venido a divinizarnos, compartiendo con nosotros su naturaleza
divina y nosotros hemos preferido endiosarnos, como en la
parábola del dueño del campo, matamos al hijo pretendiendo
quedarnos con la herencia.
Acabemos nuestras reflexiones con un
coloquio con Jesús, escuchando el punto de vista de la Madre. San Ignacio
nos lo precisa: el coloquio se hace, propiamente hablando, así como un
amigo habla a otro, o un siervo a su señor: cuándo pidiendo alguna gracia,
cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y queriendo
consejo en ellas. Y decir un Pater noster.