Vamos a ponernos en la presencia del Señor. Si estamos
en una capilla con el Santísimo, con mucha más razón. Vamos a desear estar
cerca del Señor. A dejarnos mirar por Él. A pedir al Espíritu que le
descubramos. Cuantos y cuantos estuvieron cerca de Él, incluso comiendo con Él
y no le reconocieron. Lo mismo nos puede ocurrir a nosotros, incluso sabiendo
que es Él por la fe. Qué ejemplo nos da la mujer del evangelio, no era judía y
había recibido el don de la fe, teniendo un deseo enorme del Señor, de sentir
su salvación, de su sanación, en ella y en su hija. Rompe con lo establecido,
pues debía ser para los judíos la salvación. Pero Marcos escribe también para
los gentiles y nos indica que Jesús quiere que todos se salven. Yo necesito de
su continua salvación porque continuamente dejo de serle fiel, porque el
cansancio me hace pararme en el camino… Pero ¿Creo como la mujer del evangelio
en su poder? Por muy alejado que me encuentre, como en el caso del evangelio,
los gentiles, el Señor no puede hacer otra cosa que salvarme si yo me entrego
con fe a Él y se lo suplico. Suplícale en esta mañana de oración: Jesús Hijo de
David ten compasión de mí. Expulsa de mí esos demonios que me esclavizan, que
me alejan de Ti y de mis hermanos.
Nosotros que tenemos esa cercanía con el Señor,
grítale, porque en estos días que vivimos, en este momento de la historia en
que nos toca vivir, es necesario el grito. El grito es respuesta a la necesidad
que sentimos y si no lo sentimos, mal asunto.
La mujer sirofenicia ante la respuesta nos enseña que
no hay que cansarse de pedir. Y que incluso se conforma con un poquito, con las
migajas. Señor regálame esta fe. Si con un poquito que aprovechara de ti,
tendría un valor infinito. Señor que no me acostumbre a recibir a diario el pan
de vida y mi vida no cambie.