Invocamos al Espíritu Santo para pedirle que guíe todas nuestras acciones,
intenciones y oraciones del día de hoy. Ya en su presencia nos dirigimos a la
Palabra de Dios para que nos hable al corazón.
“¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan al
Señor?”. “Obedecer vale más que un sacrificio; ser dócil, más que grasa de
carneros”. Con estas palabras nos sorprende hoy el Señor. Nos invita a entrar
en la historia de Saúl, el primer rey de Israel, el primer elegido y ungido. Y,
sin embargo, un hombre que frustró ese don del Señor por su falta de obediencia.
No parece que fuera en una cosa grave ni grande: en vez de destruir el botín,
lo conservó para hacer un sacrificio al Señor. Es decir, para ofrecérselo al
Señor. Pero no era esa la ofrenda que el Señor le había pedido, sino la
destrucción en la batalla. ¡Cuántas veces nos pasa a nosotros también en
nuestro día a día! Que elegimos conforme a nuestra forma de ser, que elegimos
qué “debe” agradar al Señor según nuestros criterios y deseos. ¡Cómo nos cuesta
obedecer sencillamente al Señor, sin buscar vueltas y revueltas a lo que nos
pide! Y eso se encuentra en los mandamientos. Y en las bienaventuranzas. Y en
las obras de misericordia. ¡Qué fácil es trastocarlas para adaptarlas a
nuestros gustos humanos!
Pero cumplir la voluntad de Dios no es solo esfuerzo nuestro. Ante todo, es un don. La Iglesia nos ofrece hoy el salmo para que oremos con él y el Señor vaya modelando en nosotros un corazón parecido al suyo: “Al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios”. Nos enseña a dolernos con nuestras deserciones, a vivirlas desde su corazón. Porque solo en el fuego de su corazón somos configurados con Él para ser verdaderas ofrendas obedientes al Padre.