Me pongo en la presencia de Dios y le pido que la luz de su Espíritu me
ilumine y me dé la gracia para vivir también mi oración en medio de la vida.
El Señor, tras una noche de oración, llamó a los que quiso. No he
sido yo el que le he elegido, sino que ha sido Él el que me ha llamado. Y lo
hace porque me ama tal como soy. No espera a que sea perfecto para invitarme a
ser discípulo suyo; lo hace para que sea pobre instrumento suyo, y me insiste
en que, simplemente, le deje actuar a Él en mí. Quizás me veo indigno, débil,
sin fuerzas… Pero el maligno trata de desalentar y tentar bajo capa de falsa
humildad al descubrir que soy un pecador; precisamente, es en mi debilidad
donde el Señor me hace fuerte. Y me ayuda a ser también misericordioso con los
demás como lo ha sido conmigo; como David ante Saúl, que le perdona la vida aun
a pesar de haber dispuesto de ella en el momento preciso.
No debo dejar de confiar en Él. Como una avecilla me refugio a
la sombra de sus alas mientras pasa la calamidad. Y descubro que Cristo,
reconciliando al mundo consigo, ha puesto en mí el mensaje de la
reconciliación.
Demos gracias a Dios por tanta maravilla que ha hecho y porque no se cansa nunca de perdonarnos.