Las lecturas de esta mañana nos plantean esos momentos en que,
angustiados, nos vemos impelidos a recurrir a nuestro Dios. ¡Qué regalo y
consuelo que lo podamos hacer así! Aunque requiere sinceridad, humildad y
constancia para que nuestra súplica pueda llegar y ser atendida por Él.
Hay situaciones en las que verdaderamente hay que gritar. Así lo
requiere el momento y el agobio del corazón; es decir, dar salida a tanta
presión contenida. Gritar, en esas circunstancias, es como una necesidad
fisio-psicológica. No podemos ocultarlo, es más, ayuda “sacarlo afuera”.
Pero lo positivo de ello es dirigirlo hacia el Señor, “Cuando
uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias”.
Un ejemplo de esta experiencia de grito-hecho-súplica nos
la comparte S. Pablo: “La primera vez que me defendí, todos me abandonaron,
y nadie me asistió. ….pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para
anunciar íntegro el mensaje”.
Jesús, en el evangelio, nos mostrará, a través de la parábola del “seguro
de sí y del que se reconoce pecador”, algunos aspectos para ser escuchados;
dirigirse a Dios reconociéndose pecador, pidiéndole perdón, humillándose y
confiando sólo en Él. Luego reafirmará, “porque todo el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
Sin duda que esas palabras de Jesús nos remiten a su Madre, “porque ha mirado la humildad de su esclava” y también “auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia”. Santa María, alcánzanos la humildad que pide y espera todo del Señor.