El tiempo pascual nos regala conocer y profundizar en nuestra dignidad
de cristianos. Y sobre todo en el voltaje de nuestra intimidad con el Señor.
El mismo día de su Resurrección, Jesús nos proclamó sus hermanos, sus
familiares. Así nos lo dijo, cuando envió a La Magdalena a anunciar a los
apóstoles: “ve a mis hermanos y diles”. ¡Somos familiares de Jesús,
consanguíneos de Dios!
Y en el evangelio de hoy, Jesús nos admite en su cercanía e intimidad.
Ya no somos solo discípulos de Jesús ni siervos de Dios, ¡somos amigos de
Jesús!
Por nuestro corazón corre la sangre de Jesús, que es su misma vida. Y
nuestros oídos de amigo escuchan los secretos del corazón de Dios. Por todo
esto, es lógico que demos gracias siempre, que cada uno proclame con acción de
gracias sus sentimientos y su fe en Dios ante todos.
No puedo vivir una vida corriente como la de cualquiera. Mi corazón está
llamado, seducido a amar con un grado de amor inmenso, divino, y no puedo, por
tanto, amar como un cualquiera. Quiero hacer de mi vida entera una entrega al
nombre de Jesús, mi Señor. Y vivir el estilo de vida de un redimido por el
nombre de Jesús.
¡Virgen María, concédeme tus sentimientos en la Anunciación!
Que como ella, María, sienta la caricia del amor de Dios, para hacer de mi vida una misión.