“No hay tiempos buenos ni malos. Nosotros somos los tiempos”, decía s.
Agustín.
Nuestros tiempos son convulsos, inciertos y líquidos…, ergo,
en nosotros no faltarán la confusión, la incertidumbre, la perplejidad, la
desesperanza, la ausencia de referencias…
Bastaría en la oración de hoy leer con atención la primera lectura, como
si Pablo nos la escribiese a nosotros. ¿De qué nos habla? ¿A qué se nos va la
cabeza?
Pidamos la gracia de fijar la mirada en Cristo, de no caer en el día de
hoy, tan solo por hoy, en la desesperanza. Ni en la tibieza. Ni en la moda
porque es lo que se lleva (aún en lo espiritual). Ni en la crítica a los otros.
No merece la pena detenerse en la crítica o en la queja, hay un Corazón
sediento que amar.
Señor, si verdaderamente “hay más dicha en dar que en recibir”,
concédenos tomar conciencia de que nuestra vida es decisiva para el hoy y para
el mañana de la Iglesia. La santidad de la Iglesia se concreta en la vida de
cada creyente. En nuestra vida se hace realidad o se difumina la santidad que a
otros ha de conmover, y atraer.
Madre, que la belleza y la Gloria de tu Hijo resucitado corra las
piedras de nuestros sepulcros. Que de mañana, sin esperar a otro momento mejor,
con urgencia, lleguen misioneros de tu presencia resucitada a nuestras vidas.
Que al ver los lienzos caídos en el suelo de nuestro día a día, descubramos los
signos de la Pascua en nuestra vida.
Si nosotros somos los tiempos, llevar la Resurrección a otros pasa por resucitar nosotros mismos. No con nuestras fuerzas (es ridículo que continuemos intentándolo por nosotros mismos), sino dejando que tu Amor lo haga realidad en nosotros. Así comenzaremos a esperarlo en la vida de los demás.