El deseo de Felipe de ver al Padre es el que nos reclaman a los creyentes
quienes nos rodean y no encuentran razones para creer: “muéstranos a Dios”.
Esta es nuestra tarea, la misión que Jesús nos encomienda y que Él vivió
primero: como dice el prólogo de san Juan, a Dios nadie lo ha visto jamás, es
su Hijo quien nos lo ha dado a conocer (Jn 1,18). Juan Pablo II lo dijo de una
forma muy expresiva al comenzar el nuevo milenio: “los hombres de nuestro
tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
«hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver» (Novo Millennio
ineunte, 16).
¿Cómo podemos reflejar la luz de ese rostro para ellos? En el evangelio
de hoy Jesús nos dice que el Padre está en Él y Él en el Padre, y por eso hace
las obras que el Padre le encomienda. Nos promete que el que cree en Él hará
sus mismas obras… Entonces, el camino para ser testigos es vivir en Cristo.
Cuando recibo su Cuerpo y su Sangre, Cristo habita en mí y yo en Él; me ha dado
la Eucaristía para vivir por Él. Si le dejo, en mis obras y en mi entrega de
cada día a mis hermanos, se reflejará su luz, pues “nos convertimos en testigos
cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se
comunica” (Benedicto XVI).
Termina diciendo el evangelio que Jesús realizará nuestras peticiones para que el Padre sea glorificado en el Hijo. La petición que puedo hacer en este día es que el Padre sea glorificado en mi vida: que le agrade como un hijo, que mis obras hoy le glorifiquen, que pueda decir de mí, también cuando le entrego mis miserias combatidas y aceptadas: “este es mi hijo, en quien me complazco”.