Estamos a una semana del Viernes Santo y todo en la liturgia de este día, popularmente llamado viernes de dolores, apunta a la inminente Pasión de Cristo. Comencemos nuestra oración centrada en la Palabra de Dios pidiendo que el Espíritu Santo nos guíe para comprenderla y hacerla vida. En la Exhortación del Papa sobre la Palabra de Dios, Verbum Domini, se nos dice que “la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del Espíritu Santo, que la hace operante en el corazón de los fieles”. Sí, cuando escuchamos la Palabra de Dios en la Misa tiene una fuerza especial, es como si se interpretara una partitura musical. Ahora la meditamos con fe en este rato de oración bajo la acción íntima del Espíritu Santo y ojalá que podamos acercarnos a la mesa de la Eucaristía para recibir esa Palabra hecha pan de vida. Fijémonos en estas palabras de San Jerónimo que también cita el Papa:
«Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio eucarístico, sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio eucarístico, si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?».
Para que no nos pase esto que dice San Jerónimo meditamos ahora estas lecturas. “El Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo”. Estas palabras del profeta Jeremías perseguido por anunciar la Palabra de Yahvé encuentran su cumplimiento en Jesús en su Pasión. Él se encamina a la Cruz en un acto de confianza en el amor de Dios Padre que no le abandonará, porque cumple su voluntad. A pesar de sentir miedo y angustia como hombre, Jesús tuvo fuerzas para entregar su vida hasta el final y amarnos hasta el extremo. Me está enseñando a arriesgarme por el Señor, porque la confianza en Él no defrauda. Los momentos de desolación pasan y se abre paso la luz de la esperanza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. Frente a la acusación de blasfemia por identificarse con Dios Padre, Jesús remite a sus obras: el paralítico sanado de la piscina de Betsaida, el ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro. Ellas proclaman que Jesús es la luz del mundo, la resurrección y la vida, el camino y la verdad. Sólo Dios puede dar vida a un muerto. Por eso, este pasaje nos anuncia de algún modo la resurrección de Jesús, que será la gran prueba de que él es uno con Dios, de que verdaderamente el Padre está en Él. Dios Padre no lo abandonará en el abismo de la muerte, al que bajará precisamente para derrotar a la muerte: “Lucharon vida y muerte en singular batalla, y muerto es que es la Vida, triunfante se levanta”, cantaremos el Domingo ya cercano de Pascua.
Oremos con esperanza: “Jesucristo, Tú eres la Vida, porque eres uno con el Padre de los cielos, el Dios viviente: enséñanos a confiar siempre en el amor de Dios, a abandonarnos como niños pequeños en el hueco de sus manos, a decir siempre como Tú: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza”