Mt 18, 21-35. No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
El perdón. ¿Cómo podremos negar el perdón a quien nos ofende si queremos ser consecuentes con la petición que cada día hacemos a nuestro Padre: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”? Sin el reconocimiento de nuestros pecados no podemos entrar verdaderamente en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, para sacar de ella los frutos de la redención y de la gracia.
Esta es, pues, la clave: reconocernos pecadores ante Dios, repetirle como el hijo pródigo: "Padre, he pecado contra ti". Si es verdad que el pecado, en cierto sentido, cierra al hombre por lo que se refiere a Dios, al contrario, la confesión de los pecados abre la conciencia del hombre de toda la grandeza y la majestad de Dios, y sobre todo su paternidad. El hombre permanece cerrado en relación con Dios mientras falten en sus labios las palabras: "Padre he pecado" y sobre todo mientras falten en su conciencia, en su "corazón".
Convertirse a Cristo, experimentar la potencia interior de su cruz y de su resurrección, experimentar la plena verdad de la humana existencia en Él, "en Cristo", sólo es posible con la fuerza de estas palabras: "Padre, he pecado". Y sólo al precio de ellas. Que mañana en nuestra oración instemos con especial intensidad al Señor, a nuestra Madre la Virgen, para que estas palabras maduren en el más amplio círculo de las conciencias humanas, a fin de que el hombre de nuestro tiempo las pronuncie con toda la sencillez y la confianza indispensables. “Señor, que todos los hombres te amen y lleguen al conocimiento de la Verdad”