Ofrecemos nuestras vidas al Corazón de Cristo, por medio del Corazón Inmaculado de Santa María, nuestra Reina y Madre, todos nuestros trabajos, alegrías y sufrimientos. Y lo hacemos uniéndonos por todas las intenciones por las que se inmola continuamente sobre los altares.
En el pasaje del texto del evangelio de hoy, como siempre, se nos presenta a Cristo haciendo el bien (“pasó por el mundo haciendo el bien”). En esta ocasión lo que mueve a Cristo a hacer el milagro no parece en principio que sea la fe del enfermo sino la cerrazón de los corazones de estos hombres, los escribas y fariseos. Por eso, antes de hacer el milagro, pregunta a los fariseos si en el sábado, es lícito hacer el bien o el mal. Ni siquiera espera a la respuesta. Les mira a todos ellos y Cristo hace el milagro, cura al enfermo, HACE EL BIEN.
En este milagro a mí me llama mucho más la atención la postura tomada por los fariseos tras el milagro obrado, más que la propia curación del enfermo. Qué triste es la cerrazón del corazón, aquella que no sabe alegrarse por los bienes recibidos por un hermano, porque por encima de esto pone sus propios criterios y egoísmos. Lo que pone furiosos a los escribas y fariseos es la envidia, esa que no sabe alegrarse por el gozo y bien del prójimo. Por eso, después del milagro, buscaban cómo poder acabar con El.
Yo le pediría al Señor en la oración del día de hoy que nos conceda un corazón generoso que sepa alegrarse, emocionarse, ilusionarse con los hermanos, viendo el gran regalo que supone el poder gozar de sus propias alegrías y dones. También le pediría la luz para comprender que, para hacer el bien, siempre es buen momento, toda ocasión es propicia. Y también la fuerza para poder hacer el bien a pesar de mis limitaciones y dureza de corazón.
Que la Virgen Madre nos alcance estas gracias.