“Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos para llegar así a la vida eterna”.
Esta es la oración que el sacerdote dirige a Dios Padre por Jesucristo antes de comenzar la liturgia de la Palabra. Recoge las intenciones de los fieles, y marca un camino de oración que nos puede ayudar en nuestra vida.
Esta semana XXV se dice sólo el domingo, día 18, y el jueves 22, ya que los demás días se celebra a diferentes santos y la oración es distinta.
Por eso os propongo para el rato de oración saborearla despacio, si es que el domingo no nos fijamos en ella.
Un resumen podría ser: La plenitud está en el amor, en la entrega, en abrirse al amor de Dios.
Nos esforzamos por vencer las tentaciones, por superar nuestros defectos, y vemos que nos supera nuestra debilidad. Ponemos en ser impecables y perfectos la plenitud, y no es eso.
La plenitud está en dejarse amar por Dios, y de ahí saldrán las fuerzas para seguir luchando, para no cansarse de volver a empezar, cuando caigamos o nos veamos envueltos en nuestros defectos.
En esta oración se pide a Dios que nos conceda cumplir sus mandamientos. ¿Lo hacemos? ¿Le pedimos que nos lo conceda? ¿Estamos convencidos de que si él no nos da ese regalo, nosotros con nuestras fuerzas nada podemos? ¿O acaso nos empeñamos en cumplir los mandamientos, para después dejarnos amar por Dios –Dios me ama si soy bueno-?
En el evangelio de hoy se nos dice que Herodes no sabía a qué atenerse respecto a Jesús. Se preguntaba: “¿Quién es este?” Y tenía ganas de verlo.
Pero el Señor sólo se puede ver, detectar, conocer, si se es limpio de corazón.
La petición de la oración de la misa, “concédenos cumplir tus mandamientos”, se podría también expresar como: “danos un corazón limpio”, que sepa descubrir tu amor, que sepa “verte” en todo, en todos y siempre.
Herodes no pudo ver a Jesús, incluso cuando lo tuvo delante, enviado por Pilato, en la mañana del Viernes Santo. No supo descubrir en él alguien por el que merecía la pena luchar; al contrario, lo consideró un loco y se tomo a mal su silencio, de tal modo que, despechado, se lo devolvió a Pilato.
Quien ha descubierto el amor de Cristo, lleno de verdadero amor, desea verlo en todo, y lo ve. Y se cumple lo que nos dijo en el Evangelio: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”.
Pidamos al Señor, por intercesión de su Madre, que una vez descubierto el rostro de Cristo, saboreado en la oración, convencidos del gran amor con que nos ama, cumplamos sus mandamientos, amemos al prójimo como Él nos amó, y “lleguemos así a la vida eterna”.
Como nos dice la primera lectura, del profeta Ageo, no caigamos en el activismo de pensar que no necesitamos dedicar tiempo al Señor, contemplar su rostro en la intimidad de la oración. Él se refiere a que los judíos pensaban que con hacerse su “casa” era suficiente. Dios no necesitaba una “casa”. Y les exhortaba a meditar su situación: “sembrasteis mucho y cosechasteis poco,…”
Nuestros esfuerzos por ser mejores, por ser apóstoles, por llevar adelante nuestros proyectos apostólicos, serán inútiles si no ponemos a Jesucristo en el centro. Si no descubrimos, en momentos tranquilos de silencio, su rostro, su presencia. Si no le construimos una casa en nuestro corazón.