Meditar hoy con las lecturas es fácil a la vez que difícil. Muy fácil porque dan para mucho, muy difícil porque no sabe uno con cual quedarse, podríamos tener para tres ratos largos de oración. Quizá alguno se anime a sacar estos tres momentos en el día. Proponemos las tres y luego cada uno que rece con lo que más le ayude a amar más a Dios y entregarse más a él.
La primera lectura nos propone alguno de los frutos que regala el Espíritu Santo a los que viven según sus normas y criterios. Son todos preciosos. ¿Somos adornados por esos frutos? ¿Hemos regado y cuidado los árboles frutales de nuestro huerto para que den esos magníficos frutos? Invoquemos a este mismo Espíritu para ser conscientes de los frutos que vamos generando en nuestras ramas. ¿Son frutos amargos o son frutos dulces y jugosos? Dicho de otra manera ¿Vivo instalado en la queja o en el agradecimiento?
San Ignacio de Antioquía, el santo obispo y mártir que celebramos hoy, fue capaz de dar estos frutos buenos con la entrega de su carne a los leones. Vivía todas esas virtudes que se nombran aquí, por eso según pasaba por los diferentes puertos del camino el barco que le llevaba preso a Roma para su muerte, todos los cristianos salían a verlo y a ser bendecidos por él y a escuchar sus exhortaciones.
“El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida” –dice el salmo. Y un poco más adelante: “Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal”… Que se lo digan a san Ignacio de Antioquía. Él era justo y seguía al Señor, pero lo que ocurrió es que lo echaron a los leones del Circo romano y murió, devorado por ellos. ¿Aquí falla algo?
Lo que ocurre, y esto es para meditarlo en la oración, es que la protección de Dios de la que habla el salmo es la del alma. Dios protege la vida de sus justos hasta el final, da aliento y fortaleza a sus mártires, conforta a los que sufren por ser cristianos, da su vida eterna en el gozo eterno a los que se abandonan en lugar de a los poderosos de este mundo. Y así, en san Ignacio de Antioquía se cumple muy bien lo que también dice el salmo: “da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas”. Sí, la santidad del martirio de Ignacio fue semilla de nuevos cristianos y todavía hoy los que seguimos a Cristo le tenemos como ejemplo de vida, nuevas hojas salen y no se marchita el valor de su heroísmo.
Una vez entendido el salmo podemos seguir rezando con el Evangelio de Jesús. Eso sí, hay que estar bien sentado y aguantar la respiración. Y es que el Señor sacude fuerte, no quiere andarse por las ramas. Ojalá no estemos nosotros entre esos que dice Jesús: “¡Ay de vosotros…!”. Vemos a Jesús, enfadado, intentando llegar así al corazón de todos esos hipócritas, mentirosos, cargadores de cargas insoportables para el pueblo, pagados de sí mismos... A veces hay que denunciar todo esto, aunque nos cueste caro. San Ignacio pagó cara su vida profética y el negarse a adorar a otro Dios que no fuera el de Jesucristo. Pero ¡cómo vivir de apariencias si los zarpazos de los leones solo duran unos segundos y la vida verdadera es eterna…!
A rezar, que hoy tiene que ablandarse nuestra carne para que pueda ser comida.