Primera lectura: Pablo nos habla de este hecho capital para él; es su credencial y existe en su vida un "antes" y un "después" de ese hecho de gracia. ¿En qué consistió? Lo explica con amor y sencillez: en que Dios "se dignó revelar a su Hijo en mí". Pablo, judío fanático, más que descubrir de pronto a Jesús, se sintió descubierto por Él, "alcanzado", como dirá en la carta a los Filipenses. Experimenta el poder de la gracia, que retira el velo que lo tenía ofuscado. Entonces comienza a ver. Cae en la cuenta de que, con apariencia de fidelidad, estaba viviendo para sí mismo, estaba siendo prisionero de "sus" intereses. Ahora descubre una nueva misión: el encuentro con Jesús lo prepara para "anunciarlo a los gentiles". Pero antes siente la necesidad de subir a Jerusalén y conocer a Cefas (Pedro), cabeza de la Iglesia de Cristo. La "revelación" lo vincula inmediatamente a Jesús, pero también a todos los que han recibido el mismo don. La lectura concluye a modo de canto de alabanza a Dios: “el antiguo perseguidor predicaba ahora la fe que antes intentaba destruir, y alababan a Dios por causa mía”.
Salmo: En el salmo 138, el salmista se sumerge en el mar del misterio interior: hay una fuerte carga de introspección que llega a honduras definitivas y, a la vez una altísima inspiración poética que recorre toda su estructura, del primero al último versículo, con metáforas brillantes, y con audacias que nos dejan admirados. Es un salmo contemplativo y para penetrar en el núcleo del salmo y rezarlo con fruto es conveniente empezar por serenarse, sosegarse, descargar las tensiones, abstraerse de llamadas exteriores e interiores, soltar recuerdos y preocupaciones; y así, llegar a un silencio interior. Este es el momento de abrirse al mundo de la fe, a la presencia viva y concreta del Señor, y es en este momento cuando el texto del salmo 138 puede ser un apoyo precioso para entrar en una oración de contemplación. ¡Ven Espíritu Santo, ayúdanos! ¡Guíanos por el camino seguro!
Tú me sondeas y me conoces. Tú me penetras, me envuelves y me amas. Tú me circundas, inundas y transfiguras. Estás conmigo. Tú has creado mis entrañas; estabas presente en el seno de mi madre desde la primera división celular. No solamente estabas, sino que, misteriosamente, Tú pusiste en movimiento mi existencia desde el punto de partida, y fuiste acompañando su evolución con mirada atenta y cariñosa.
Señor, Padre, humillo mi cabeza, y me someto a tu juicio; te abro mis libros y mis cuentas, mis riñones y mis huesos. Entra en mi recinto, planta el tribunal, averigua, escudriña, juzga.
No permitas que mis pies den un paso en falso. Y, ya que Tú eres mi Padre, no me sueltes de tu mano; tómame, y condúceme firmemente todos los días de mi vida por el camino de la sabiduría hasta la eternidad.
Evangelio: la palabra de Dios nos trae la imagen de María de Betania, sentada a los pies de Jesús, su maestro, como ejemplo para nosotros, para que entendamos que escuchar y meditar la Palabra de Dios, saborearla, gustarla, y asimilarla es una tarea primordial.
En esa época, eran los discípulos quienes se sentaban a los pies de sus maestros. Y María, aprovecha la oportunidad, para sentarse a los pies de Jesús, para ser su discípula.
Y ésta actitud era escandalosa para las costumbres de la época, porque no se admitía, que las mujeres fueran discípulas.
El servicio (“labora”) es bueno y el Señor lo aprecia y nos lo pide, pero es más importante aún, nuestra relación con Dios, escuchar su Palabra y hacer oración (“ora”). Ora et labora.
El discípulo de Cristo debe unir en su vida los dos servicios, dando preferencia al último. En Marta y en María, las dos hermanas, está representado el servicio cristiano que siempre debe estar alimentado por la palabra de Dios y la oración.
Oración final:
Dios todopoderoso y eterno, que en la gloriosa Madre de tu Hijo has concedido un amparo celestial a cuantos la invocan, concédenos, por su intercesión, fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.