Si hubiera que buscar un hilo conductor entre las tres lecturas
de este domingo quizás sea la idea de que, a menudo, entre nosotros, la “gente de bien”, también podemos encontrar
actitudes poco evangélicas. La liturgia de
hoy
nos ofrece
un par de ejemplos:
En la primera lectura, Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, quiso
impedir que dos ancianos profetizasen.
¿Por qué? Porque no formaban parte de su grupo.
Parece que no es tanto porque lo que profetizasen fuera cierto o no, es decir, no por el
contenido de lo profetizado, si no porque no estaban entre los de su
grupo.
En el Evangelio también se nos cuenta cómo el apóstol Juan vio
a uno que echaba
demonios en el nombre de Cristo, y también se lo quiso impedir, porque tampoco era de
los
suyos.
Quizás en ambos el rechazo surge no de lo inadecuado o improcedente de la conducta de los ancianos o del que echaba demonios, sino del protagonismo que les quitaba a ellos. En ambos casos, tanto Josué como Juan estaban centrados en sí mismos
más
que en la
obra de Dios.
A menudo nos
pasa sin darnos
cuenta que
estamos preocupados más de nuestra propia gloria que de la gloria de Dios. Esto es muy frecuente,
muy
humano. Nosotros, como el Señor le dirá a Pedro, pensamos
como los hombres, no como Dios. Al igual que en el caso de Josué o en el de Juan (o en el de Pedro en otro pasaje) es posible que nuestro corazón todavía no tenga los mismos sentimientos que el corazón de Cristo, ni su bondad, ni su libertad interior. Esto nace de nuestra falta de
humildad. De ahí que nos cueste compartir el éxito, el protagonismo, el trabajo en equipo, incluso en el ámbito de la Iglesia. Esto, además de generar sutiles reacciones de
irritabilidad y resentimiento, también suele ser fuente de división y escándalo. Otra consecuencia de esta falta de humildad es que nos impide reconocer y amar todo lo bueno que hay en el mundo y en los que nos rodean, de ahí que a menudo seamos tan
críticos con las obras de los demás.
Decía al principio que había un hilo conductor entre las tres lecturas de este domingo. La primera y el evangelio ya las hemos citado, y es ahora cuando cobra sentido la lectura del salmo: “Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” y continúa
diciendo: “Aunque
tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quien conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia”. Es decir, el Señor sabe que el pecado
original nos ha dejado tan discapacitados para ejercer la virtud, que asume que hay faltas
de las que no somos conscientes,
o de
las que no somos capaces de
corregirnos. Por eso el salmo suplica: “Absuélveme
de lo que se me oculta”.
Que sea esta la oración de este día: suplicar al Señor su perdón y su misericordia
por
nuestra falta de humildad. Por nuestra ceguera para ver el bien, para reconocer y amar todo lo bueno que hay en el mundo y
en los que nos rodean.