27 octubre 2012. Sábado de la XXIX semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración

Desde hace unos días la liturgia eucarística nos está presentando la carta a los efesios, y es de resaltar en los textos expuestos la idea recurrente al amor:

Doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo… para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en el amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo, que excede a todo conocimiento…siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo… recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.

Dios: Padre, Esposo, Amigo, las tres imágenes fundamentales con las que la Biblia nos acercan a Dios. Y las tres atravesadas por la afectividad, por el amor. Más de una vez hemos meditado y contemplado en nuestra oración las dos primeras imágenes, pero pocas veces la del Amigo. Y sin embargo, “Yahvé hablaba a Moisés cara a cara, como a un amigo” (Ex 33, 11). Más aún, el mismo Cristo nos dijo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15).

El amor de amistad tiene dos notas características: la benevolencia (querer el bien para el otro, superando así el apetito de concupiscencia por el que queremos poseer a la otra persona, ser dueños de la misma), y la reciprocidad (por la que dos entidades o aspectos aparente o superficialmente distintos se acercan con el propósito de unirse para formar una totalidad. Se abren el uno al otro y cooperan y se afectan con el fin de crear una nueva relación). Mas, ¿cómo puede darse una relación de reciprocidad entre Dios-Creador y el hombre-criatura? Es posible porque Él nos comunica su gracia, que no es más que el Espíritu Santo.

El amor es el principio vital del alma, lo mismo que el alma es el principio vital del cuerpo. Más aún, el amor no solo es principio vital del alma, sino el patrón de medida de nuestra amistad con Dios, esto es, de nuestra santidad. Por eso, “en el atardecer de la vida seremos examinados en el amor” (Dichos, n.64). Y un signo infalible del progreso en la amistad con Cristo es la capacidad para transmitir amistad, para ampliar mi red de amistades en mi ambiente, en mi profesión, en mi entorno.

Acabemos. “Lázaro, nuestro amigo, duerme; mas voy para despertarle” (Jn 11, 11). Y en nuestra

oración vamos a sentirnos como Lázaro amigos del Señor. Y lo vamos a hacer de la mano del poeta P. Cué.

¡ Qué alegría saber que y o tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios! Saber que Tú eres Cristo para mí.

Y para Ti, yo, Lázaro.

No importa que sean inútiles para mí las otras voces. Y que todo se quede en muy bellas palabras

o en mentiroso viento articulado.

No importa que mis amigos me silencien.

Que me quiten y nieguen la palabra mis hermanos.

¡Que yo tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios!

Aunque se enfríe mi corazón y pese dentro de mí como un peñasco.

Aunque quede insensible para el amor; y sordo y ciego y mudo. Él puede calentarlo.

Con sólo abrir su boca

me pone en marcha el corazón parado.

¡Que yo tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios!

Aunque digan que he muerto

y que estoy acabado.

Aunque afirmen que soy sólo una momia porque me han embalsamado.

Aunque aprieten con vendas y mortajas mis manos y mis pies paralizándolos.

Aunque regresen de mis funerales

muy satisfechos de haberme ya enterrado.

No me importa; mi amigo con su voz desata vendas, abre tumbas, desnuda amortajados.

¡Que yo tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios!

Aunque afirmen que huelo mal; que apesto ya en vida; que ya estoy pudriéndome;

que tengo ya gusanos...

Lázaro llevaba cuatro días; aunque yo lleve cuatro, cuarenta, cuatrocientos años...

No me importa, mi amigo, con su aliento

y voz que huele toda a primavera,

barre y aleja los olores malos.

¡ Que yo tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios!

Aunque cayera en la infinita noche

—más negra que la muerte—

del pecado.

Aunque las vendas de mis desvaríos, sucediéndose

y apretándome en círculos, me fueran amortajando. Aunque yo no tuviera ni Marta ni María

que le mandaran a mi amigo su recado.

Sé que Él vendría. —¿En dónde le pusisteis?

—Amigo, ¡sal acá afuera !

Y yo obedecería,

levantándome, y saliendo a la luz, de mi pecado.

¡Que yo tengo un amigo

con un grito infinito para mí entre sus labios!

Aunque enmudezcan todas las palabras. Aunque se apaguen todas las orquestas. Aunque mueran los versos y los cánticos. Aunque se pare, mudo, el universo,

y el viento, sordo ya, quede petrificado. Yo seré todo oídos en espera, seguro

—¡Él me hablará!—, seguro de escucharlo.

Y cuando Él hable, resucitarán en su palabra

Los sonidos, los versos, las orquestas, los cánticos

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