Comenzamos nuestra oración invocando al Espíritu Santo: “Ven Espíritu Divino e infunde en nuestros corazones el fuego de tu amor”.
Celebramos hoy la Presentación en el Templo de nuestra Madre. Los orígenes de esta fiesta hay que buscarlos en una piadosa tradición que surge en el escrito apócrifo llamado el «Protoevangelio de Santiago». Según este documento la Virgen María fue llevada a la edad de tres años por sus padres San Joaquín y Santa Ana. Allí, junto a otras doncellas y piadosas mujeres, fue instruida cuidadosamente respecto la fe de sus padres y sobre los deberes para con Dios.
Históricamente, el origen de esta fiesta fue la dedicación de la Iglesia de Santa María la Nueva en Jerusalén, en el año 543. Todo eso se viene conmemorando en Oriente desde el siglo VI, y hasta habla de ello el emperador Miguel Comeno en una Constitución de 1166.
Un gentil hombre francés, canciller en la corte del Rey de Chipre, habiendo sido enviado a Aviñón en 1372, en calidad de embajador ante el Papa Gregorio XI, le contó la magnificencia con que en Grecia celebraban esta fiesta el 21 de noviembre. El Papa entonces la introdujo en Aviñón, y Sixto V la impuso a toda la Iglesia.
En el día de hoy podemos llevar a la oración dos ideas fundamentales:
- ¿Somos conscientes y damos gracias a Dios por los dones que nos concede? Sigamos el ejemplo de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen María. Ellos llevaron a María al Templo para agradecer a Dios el don tan inmenso que les había regalado, dieron gracias al Padre por el don de la vida, por el don de María. A nosotros también nos ha regalado el don de María, y Cristo nos la ha dado como Madre. No podemos dejar pasar un día sin agradecer a Dios el don que nos concede dándonos a la Virgen como Madre, que nos cuida en todo momento e intercede por nosotros.
- Una consagración a Dios para vivir una vida entregada a Él. María es llevada al templo y presentada ante Dios, consagrándole su vida, con el deseo de amarle siempre. Es el preludio de su sí a Dios, de su fiat, en el momento de la Anunciación. Que nosotros nos entreguemos a Dios en cada acto que hagamos, ofreciéndonos a Él, con el ejemplo de la Virgen María, cumpliendo la voluntad del Señor: “Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Que esta oración produzca en nosotros el deseo de entrega en los próximos compromisos a la Virgen el día de su Inmaculada Concepción.