3 octubre 2013. Domingo de la XXXI semana de Tiempo Ordinario – Puntos de oración


1.    Sab 11, 22: El amor de Dios por cada uno de nosotros está lleno de misericordia, perdón, cuidado, y, cuando es necesario CORRECCIÓN para darnos vida.

2.    Salmo 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey. El Señor es clemente y misericordioso

3.    1 Tes 1, 11: San Pablo pide por la comunidad de Tesalónica para que sean fuertes en la fe y en la respuesta a su llamamiento a ser fieles cristianos. Les advierte de no dejarse engañar por falsas profecías ante la venida de Cristo.

4.    Lc 18, 9: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”

Zaqueo soy yo, llamado de modo imperioso y cariñoso por Cristo para dejar todo lo relativo, todo lo mundano, todo lo innecesario, y preparar mi corazón para ALOJAR a Cristo.

Les propongo dos textos como ayuda: el de Pablo VI, 26 de agosto 1970 en el que nos dice que Dios viene a jugar al “escondite” para que le busquemos, y el de Juan XXIII sobre San Martín, a quien canonizó en vísperas del Concilio Vaticano II.

PABLO VI: Hoy en día los hombres tienden a no buscar a Dios… Lo buscan todo, menos a Dios. Dios ha muerto, dicen; no nos ocupemos de eso más Pero Dios no murió; para tantos hombres de hoy, está perdido. ¿Entonces, no valdría la pena buscarlo?

Lo buscamos todo: lo que es nuevo y lo que es antiguo; lo que es difícil y lo que es inútil; lo que es bueno y lo que es malo. Podríamos decir que esta búsqueda es lo que caracteriza la vida moderna. ¿Por qué no buscar a Dios? ¿No es un "valor" que merece nuestra búsqueda? ¿No es una realidad que requiere un conocimiento mejor que el puramente nominal de uso general?

¿No es mejor que la de ciertas expresiones religiosas supersticiosas y extravagantes que debemos o bien rechazar porque son falsas o bien purificar porque son imperfectas? ¿No es mejor que la que ya se considera informada y olvida que Dios es un misterio indecible, que conocer Dios es para nosotros una cuestión de vida, de vida eterna? (Cf Jn 17,3)

¿Dios no es, como se dice, un "problema" que nos interesa personalmente, que pone en juego nuestro pensamiento, nuestra conciencia, nuestro destino, e inevitablemente, un día, nuestro encuentro personal con Él? ¿Y no será que Dios se ha escondido para que tengamos que buscarlo, por un camino apasionante que para nosotros es decisivo? ¿Y si es el mismo Dios el que nos busca?

JUAN XIII: Su misma caridad tan risueña y servicial estaba iluminada por la visión de la fe; hacia ver a Jesús en los hermanos, en los esclavos, en los pobres; y la hermosura de Dios en la belleza de la naturaleza, en las plantas, que sembraba con cuidado y hasta en los animales que curaba con ternura.

Después de haber meditado que Cristo padeció por nosotros, que llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero, se encendió en amor a Cristo crucificado, y al contemplar sus acerbos dolores, no podía dominarse y lloraba amargamente”.

Pero esta devoción ferviente de Fray Martín hacia Dios y hacia Cristo Crucificado no se quedó en los éxtasis maravillosos, sino que abrió su corazón al servicio de los necesitados.

¡Cuánto amor manifestaba a los novicios! ¡Con cuánta ternura atendía a los religiosos ancianos o enfermos! ¡Con cuánta piedad curaba a los indios y negros de la hacienda conventual! Tuvieron que prohibirle llevar a la enfermería de los religiosos a los enfermos encontrados en la calle. Dispuesto a cualquier hora a ver a los enfermos aunque estén cerradas las puertas; dispuesto a multiplicar el pan para los pobres, a consolar los desesperados, y perdonar con una sonrisa a quien lo ofendiera.

Fray Martín hizo realidad en su vida el consejo de San Pablo: “Realizar lo que se cree, mediante la caridad” (Efesios 4, 15). En cada persona que sufre descubría a Jesús.

Martín nos demuestra, con el ejemplo de su vida, que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser; y si, en segundo lugar, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cegado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible.

Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él.

Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad».

Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos.


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