* Primera lectura: El relato de los Macabeos, tras la victoria final sobre las tropas de Antíoco, narra la fiesta de la nueva consagración del Templo, en el invierno del año 164 antes de Cristo.
Gozosos por su triunfo, y con una clara actitud de fe, en el día en que se cumplía el aniversario de la profanación del Templo por parte de los paganos, Judas Macabeo y los suyos ofrecen sacrificios de reparación a Dios y consagran de nuevo su altar, "cantando himnos y tocando cítaras, alabando a Dios, que les había dado éxito".
La fiesta duró ocho días y, además, Judas "determinó que se conmemorara anualmente la nueva consagración del altar con solemnes festejos": es la fiesta que se celebraba en tiempos de Cristo en el mes noveno, el mes de Kisleu, la de la Dedicación (en hebreo, "Janukká"), llamada también "fiesta de las luminarias", porque se encendían muchas lámparas (cf. Jn 10, 22).
Podemos pensar, ahora con muchos siglos de distancia, que el nuevo templo somos nosotros. En nuestro propio interior se ha de levantar el Altar en el que se ofrezca nuestra propia vida como una continua ofrenda grata al Señor. La vida de quienes deseamos ser hombres de fe, debe convertirse en un sacrificio que se eleve al Padre con el suave aroma del olor de Cristo. Alabemos al Señor con gritos de triunfo; y no permitamos que el mal vuelva a encadenar nuestra vida.
* Salmo: Reconocemos que todo viene del Señor. Bendito sea el Señor que, en su gran bondad, se ha hecho presente en nuestros corazones. Él está por encima de todos los reyes de la tierra, pues de Él procede toda potestad en la tierra. Nosotros nos alegramos por tenerlo, no sólo como Rey, sino como nuestro Dios y Padre. Él es quien levanta al pobre y desvalido para sentarlo entre los grandes. El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, habiendo vivido en pobrezas y sufrimientos, ahora Reina glorioso. Él espera, de quienes creemos en Él, que sigamos sus huellas, pues no hay otro camino para llegar a Él. Alabado sea por siempre.
* Evangelio: No deja de sorprendernos ver a Jesús sacando a los mercaderes del Templo a latigazos. Tenía que defender algo sagrado: la casa de su Padre. Porque Jesús amaba a su Padre infinitamente y no podía consentir aquel abuso, el amor apasionado le impulsaba a actuar de aquel modo.
Hoy sigue habiendo “mercaderes en el Templo”. Sabemos que cada hombre es “templo del Espíritu Santo” y hay muchos hombres y mujeres cuyos templos están siendo profanados con todo tipo de abusos morales y físicos. Este panorama debería “quemarnos” las entrañas y suscitar en nosotros una pasión por lo que es sagrado: cada ser humano.
¡Cuántos atropellos a su dignidad! Cada aborto, cada violación, cada acto de esclavitud es una verdadera profanación. Nosotros, como cristianos, debemos salir en defensa de todos esos hermanos nuestros que sufren, pues ahí está también Cristo sufriendo. ¿Qué está en mis manos? Seguro que algo puedo hacer. Si somos del Señor, vivamos para Él y no convirtamos la Casa del Señor en una cueva de ladrones, de maldad y de pecado.
ORACIÓN FINAL:
Oh Dios, Padre de misericordia, cuyo Hijo, clavado en la cruz, proclamó como Madre nuestra a santa María Virgen, Madre suya, concédenos, por su mediación amorosa, que tu Iglesia, cada día más fecunda, se llene de gozo por la santidad de sus hijos, y atraiga a su seno a todas las familias de los pueblos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.