Jn 14, 1-6
A iniciar la
oración empezamos siendo conscientes de ante quién estoy y lo que voy hacer,
levantando los ojos a Cristo resucitado, ofrecerle todos mis deseos y pedir luz
y fuerza para anunciar la gran noticia de que Jesús ha resucitado.
En las
meditaciones de la resurrección, san Ignacio nos hace contemplar a Jesús
resucitado en su oficio de consolar a sus amigos. El Señor consuela haciéndose
presente en medio de sus discípulos reunidos y mostrando sus llagas
resucitadas, de las que brota la paz, esa paz que vence todos nuestros miedos,
vacilaciones, rutinas, mediocridades. No hemos de confundir la verdadera paz
con la ilusoria. Esta es la de la ignorancia, la del rico Epulón ignorando a
Lázaro. La verdadera paz crece en la tensión de dos elementos contrarios: la de
la aceptación en la que nos reconocemos débiles y pecadores y –a la vez- como
si ya estuviéramos liberados del pecado.
San Ignacio
nos pone varias veces en esa tensión cuando en las meditaciones nos recomienda
que me meta en la escena “como si presente me hallase”. Porque vivir la paz que
nos trae Jesús resucitado no significa conservar la tranquilidad. No se trata
de la paz de la tranquilidad sino de la exigencia. Esa paz no suprime el dolor
ni las deficiencias. No es la paz del mundo sino la de Jesús resucitado.
Nuestro Dios
es el Dios de la paz, que ha querido dárnosla a nosotros, para que también
nosotros la transmitamos a todos nuestros hermanos que, quizás sin saberlo,
están esperando la gran noticia de que Jesús ha resucitado y también nosotros
resucitaremos. Esta es la gran noticia que dará sentido a todos nuestros
trabajos y sufrimientos por la causa del evangelio. Rechazar esta noticia nos
aparta del amor de Dios y ofende el corazón de Cristo.
Con esta paz
que nos trae Jesús resucitado hemos de luchar por extender el Reino de Dios
llevando a los demás la Buena Nueva. En esta lucha, la paz consolida nuestra
valentía, no nos dejaremos amedrentar ante los adversarios y sentiremos la
mirada bondadosa y profunda del Señor quien, conociéndolo todo, nos dice con
ternura: “Vete en paz, tu fe te ha salvado”.
Terminamos la
oración con una acción de gracias por la confianza que Jesús resucitado ha
puesto en nosotros al darnos en herencia a su madre para que nos acompañe en el
camino, y de hacernos sal de la tierra y luz del mundo con una súplica de que
no nos falte nunca su luz y su fuerza.