* Primera lectura: El autor de los Hechos nos presenta el llamado Concilio de Jerusalén, y parece hacerlo con un cierto énfasis. El episodio, situado intencionadamente en el centro del libro, es como el eje de su dinámica narrativa: hay un antes y un después, está Jerusalén con su comarca y la diáspora con la misión entre los gentiles, Pedro y Pablo. El v 5, junto con los cuatro precedentes, describe el motivo de la convocatoria: en Antioquía y en Jerusalén «algunos de la facción farisea que se habían hecho creyentes» se oponen violentamente a la opción de liberar el evangelio de la sinagoga.
La decisión favorable del Concilio tiene tres fases culminantes. El discurso de Pedro (6-12) invoca tres hechos: la conversión de Cornelio, el yugo insoportable de la ley y la salvación de todos por la gracia de Jesús. El discurso de Santiago (13-21), jefe respetado e indiscutible de la comunidad judía de Jerusalén, invoca un texto universalista de la Escritura, pero pide que se observen las llamadas «cláusulas de Santiago». El decreto del Concilio (22-29) se limita a imponer esas cláusulas, al tiempo que alaba la obra de Pablo y Bernabé y censura a sus adversarios. La promulgación del decreto apostólico en Antioquía (30-35), donde había surgido la disensión, es el epílogo del relato. Así quedaba solemnemente avalada la misión universal de Pablo.
Parece que en Gál 2,1-10 tenemos una información paralela de nuestro acontecimiento eclesial. Este acontecimiento crucial de la época apostólica es una lección permanente para la Iglesia en el tiempo y en el espacio. Si el mensaje evangélico debe abrazar todas las culturas para que llegue a todos con eficacia la buena nueva de Jesucristo, la Iglesia tiene que considerar como una especie de infidelidad a la misión el hecho de quedar prisionera de una cultura determinada. Por eso podríamos decir que el Vaticano II, al optar por un mayor pluralismo y por una actualización de acuerdo con los signos de los tiempos, ha tomado una decisión histórica en el campo misionero. Como la de Pablo en el corazón de la época apostólica.
* Sal. 95: Todos somos llamados e invitados a celebrar la soberanía y la grandeza de Dios. Él nos ama a todos, sin distinción de razas ni culturas. Él nos ha creado porque nos quiere con Él, junto con su Hijo, participando de su Vida y de su Gloria eternas. Por eso alabemos y bendigamos al Señor y proclamemos sus maravillas a todos los pueblos, para que todos conozcan el amor que Él nos ofrece y para que, reconociéndolo ellos también como su Dios y Padre, junto con nosotros alcancen los bienes eternos, de los que el Señor quiere hacernos partícipes. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre.
* Evangelio: Todos hemos renacido en Cristo. Démosle gracias. Dios no hace distinciones entre judíos y gentiles en su amor. Todos vivimos en la comunidad eclesial adheridos a Cristo, como sarmientos vivos de la Vid, y a todos nos mueve el Espíritu con su gracia e iluminación para que seamos discípulos fieles de la Verdad. Ayer y hoy, todos necesitamos vivir con la mente y el corazón abiertos a las sugerencias de la Palabra y del Espíritu que hablan a la comunidad de mil maneras, sin que nadie pueda o deba traicionar a su voz y a los signos de los tiempos. Por eso, el clima espiritual o ambiente religioso en que deben tomarse las decisiones eclesiales es el propio de unos hijos de Dios que viven en fidelidad y amor a Jesús, en fidelidad y amor al Padre, en fidelidad y amor a los hombres redimidos.
“Permaneced en mi amor para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Dejamos el comentario a San Agustín:
«Ahí tenéis la razón de la bondad de nuestras obras. ¿De dónde había de venir esa bondad a nuestras obras sino de la fe que obra por el amor? ¿Cómo podríamos nosotros amar si antes no fuéramos amados? Ciertamente lo dice este mismo evangelista en su carta: “Amemos a Dios porque Él nos amó primero... Permaneced en mi amor”. ¿De qué modo? Escuchad lo que sigue: “Si observareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor”.
«¿Es el amor el que hace observar los preceptos o es la observancia de los preceptos la que hace el amor? Pero, ¿quién duda de que precede el amor? El que no ama no tiene motivos para observar los preceptos. Luego, al decir: “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor”, quiere indicar no la causa del amor, sino cómo el amor se manifiesta. Como si dijere: “No os imaginéis que permanecéis en mis amor si no guardáis mis preceptos; pero, si los observareis, permaneceréis” en es decir, “se conocerá que permanecéis en mi amor si guardáis mis mandatos” a fin de que nadie se engañe diciendo que le ama si no guarda sus preceptos, porque en tanto le amamos en cuanto guardamos sus mandamientos» (Tratado 82,2-3 sobre el Evangelio de San Juan).
ORACIÓN FINAL:
Dios todopoderoso, confírmanos en la fe de los misterios que celebramos, y, pues confesamos a tu Hijo Jesucristo, nacido de la Virgen, Dios y hombre verdadero, te rogamos que por la fuerza salvadora de su resurrección merezcamos llegar a las alegrías eternas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.