El Evangelio de hoy gira alrededor del Lago de Galilea. ¿Cómo no detenernos en esta bella y concreta composición de lugar? Para cuantos hemos tenido la gracia y privilegio de verlo y navegar por él, constituye sin duda esta meditación una agradable rememoración. Re-cordar, pasar de nuevo por el corazón. Llamada de Jesús (“Yo os haré pescadores de hombres”), respuesta pronta de los discípulos (“Inmediatamente, dejando las redes le siguieron”), presencia de Jesús en medio de las dificultades (“Soy yo, no temáis”), y sobre todo la triple confesión de amor de Pedro en esa orilla del Lago. (“Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo”). ¿Extrañarnos, pues, de ese regreso a Galilea?
Me dicen que cómo vuelvo otra vez a Galilea.
Como si pensaran que uno se cansa de mirar
el rostro de luz y de hermosura.
Nunca se repiten los ojos deseados,
ni se cansa uno de buscar la cita
de la persona amada
Hoy, me sorprende el mar rizado, expresivo,
no se cansa de mecer las aguas,
ni de rasgar las cuerdas de su arpa.
Roza la presencia, que envuelve,
recrea, abraza y extasía,
en el fragor del viento.
Mar de Galilea, cita amiga,
donde el nombre secreto se pronuncia,
y permanece la vibración del alma para siempre.
“Aquí estoy”, sin redes, despojado,
para escuchar al viento su mensaje,
para percibir la voluntad divina.
Seguir, aunque sea por la orilla del mar,
sin perder la memoria de tu llamada,
será, Señor, mi opción renovadora.
Mándame ir a ti, o no te vayas,
que las olas crecen en la duda.
Yo seguiré clamando: ¡despierta!
Y respondiendo, ya sin miedo,
por ver, de nuevo tu faz en el reflejo,
en lo profundo del interior del alma.