8 mayo 2014. Jueves de la tercera semana de Pascua – Puntos de oración

* Primera lectura: El eunuco etíope es un modelo para todo buen judío de la diáspora llamado al cristianismo, que es la plenitud de su fe. Se trata de un creyente en el Dios de los padres que había ido a adorar en Jerusalén. De regreso va leyendo al profeta Isaías y busca el sentido de las Escrituras santas. Buscar el sentido cristiano de las Escrituras manifiesta la buena disposición del creyente, ya que a Cristo se llega a través de las Escrituras y de la catequesis basada en ellas. Leer la palabra de Dios, descubrir su sentido cristiano y aceptarla con todas las consecuencias es el único camino seguro para alcanzar la plenitud de la fe cristiana. Jesús dijo a los judíos cuando se opusieron por vez primera a su revelación: «Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas la vida eterna; son ellas las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39).

El eunuco etíope acepta de buen grado el comentario que el catequista Felipe le ofrece sobre el fragmento de Is 53. La dificultad del eunuco para comprender este texto refleja probablemente uno de los problemas de interpretación cristiana del Antiguo Testamento en la comunidad primitiva: «¿De quién dice eso el profeta: de sí mismo o de otro?». Sin embargo, la catequesis, la «doctrina apostólica» (Hch 2,42) ayuda a encontrar un significado cristiano en los textos más significativos del Antiguo Testamento. Y Felipe, como tantas veces había hecho Jesús, ofrece a su discípulo una catequesis itinerante que desemboca en el bautismo, de la misma manera que el camino de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) había terminado en la eucaristía. El gesto sacramental realiza lo que la palabra proclama: el eunuco recibe el bautismo porque ha recibido antes la palabra de Dios, y nace a la nueva vida cristiana. Su camino toma un nuevo sentido, un sentido de alegría porque ha encontrado la plenitud de la salvación de Dios en Cristo Jesús.

* Salmo: Sal. 65. Quien ha recibido los beneficios de Dios; quien ha sido perdonado de sus pecados, aun cuando estos hayan sido demasiado graves; quien ha sido hecho hijo de Dios participando de su misma Vida y de su mismo Espíritu, no puede quedarse mudo ante un mundo dominado por todos aquello males de los cuales uno ha sido librado, de un modo totalmente gratuito, por la bondad y misericordia de Dios. Alabemos al Señor agradecidos por todo lo que de Él hemos recibido; y proclamemos ante el mundo entero lo que Él hizo por nosotros, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo, el cual entregó su vida para que fuésemos perdonados y hechos hijos de Dios. Así vemos cómo Dios ha cumplido sus promesas de salvación para con cada uno de nosotros. Acudamos al Señor y dejemos que su salvación se haga realidad en nosotros, pues Él nos ama sin medida y sin distinción de personas. Entonces, no sólo nuestras palabras, sino nuestra vida misma, se convertirá en un anuncio eficaz de la Buena Nueva de salvación que Dios quiere que llegue a todos y hasta el último rincón de la tierra.

* Evangelio: El Pan de vida, que es Cristo, hay que comerlo ante todo con fe. Nosotros, cuando celebramos la Eucaristía, acogiendo la Palabra y participando del Cuerpo y Sangre de Cristo, tenemos la suerte de que sí vemos, venimos y creemos en Él, le reconocemos, y además sabemos que la fe que tenemos es un don de Dios, que es Él que nos atrae.

Tenemos motivos para alegrarnos y sentir que estamos en el camino de la vida: que ya tenemos vida en nosotros, porque nos la comunica el mismo Cristo Jesús con su Palabra y con su Eucaristía. La vida que consiguió para nosotros cuando entregó su carne en la cruz por la salvación de todos y de la que quiso que en la Eucaristía pudiéramos participar al celebrar el memorial de la cruz.

Creemos en Jesús y le recibimos sacramentalmente: ¿de veras esto nos está ayudando a vivir la jornada más alegres, más fuertes, más llenos de vida? Porque la finalidad de todo es vivir con Él, como Él, en unión con Él.

Comenta San Agustín: «El maná era signo de  este pan, como  lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos son distintos, más en la realidad  hay identidad... Pan vivo, porque desciende del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era sombra, éste la verdad... ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe donde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida...» (Tratado 26,12 y 15 sobre el Evangelio de San Juan).

Y San Ambrosio: «Cosa grande, ciertamente, y de digna veneración, que lloviera sobre los judíos maná del cielo. Pero, presta atención. ¿Qué es más: el maná del cielo o el Cuerpo de Cristo? Ciertamente que el Cuerpo de Cristo, que es el Creador del cielo. Además, el que comió el maná, murió; pero el que comiere el Cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá  para siempre. Luego, no en vano dices tú “Amén”, confesando ya en espíritu que recibes el Cuerpo de Cristo... Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto» (Sobre los Sacramentos 24-25).

ORACIÓN FINAL:

Dios y Padre de nuestro salvador Jesucristo, que en María, virgen santa y madre diligente, nos has dado la imagen de la Iglesia; envía tu Espíritu en ayuda de nuestra debilidad, para que perseverando en la fe crezcamos en el amor y avancemos juntos hasta la meta de la bienaventurada esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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